TEXTO PABLO RUSSO
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En pocos minutos, pongamos veinte o treinta, se puede llegar en auto desde Paraná a Santa Fe y viceversa. Todo es cuestión de detenerse algunos segundos en el peaje a la entrada del Túnel Subfluvial, y luego esperar que no nos demore el control policial o algunos de esos embotellamientos cada vez más frecuentes entre Rincón y Santa Fe. En colectivo es bastante más complicado y los tiempos pueden estirarse de acuerdo al horario y cantidad de frecuencias que habilitan las empresas. Lo sufren a diario los estudiantes y laburantes interurbanos. A pesar de todo, cruzar el río Paraná por su lecho es una cuestión internalizada por los habitantes de la región desde hace casi medio siglo, aunque no por eso deja de ser una experiencia única y fascinante que se repite en muy pocos lugares del mundo. No nos imaginamos sin túnel. La sola posibilidad de que la construcción cercana del proyectado puente entre las dos ciudades podría dañarlo, despertó señales de alarma en varias organizaciones sociales de ambas orillas. ¿Qué sería de nosotros sin esos tubos cilíndricos de hormigón armado que nos permiten el viaje subacuático? Avanzando entre sus paredes de cincuenta centímetros de espesor, a treinta metros de profundidad, nos preguntamos ¿Cómo era el cruce del río antes de esta obra de ingeniería, primera conexión vial de la Mesopotamia con el resto del país? ¿Por qué se construyó un conducto subterráneo y no un puente?
Mariana Melhem, arquitecta y docente universitaria que se dedica a cuestiones vinculadas con el patrimonio, realizó un seguimiento a través de los diarios —principalmente santafecinos— sobre el paso a paso con el que se fue perfilando esta conexión física. Según su investigación, el origen se remonta a 1918 con el pedido de un legislador provincial de concretar un puente entre Ibicuy y Baradero. «Lo interesante es cómo ese primer intento va siendo reemplazado cuando los habitantes de Paraná y Santa Fe empiezan a hablar del eje este-oeste, pensando en que la Mesopotamia no podía vincularse solamente en sentido norte-sur», señala Melhem. «El gran despertador de las discusiones fue la ejecución del puente Uruguayana – Paso de los Libres, alrededor de los años treinta. ¿Cómo podía ser que la Mesopotamia quede unida francamente a Brasil y no al resto el territorio nacional? Detrás de esto hay una teoría que relaciona a la Mesopotamia con una función de colchón de seguridad ante una posible invasión vecina», amplía.
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Para entonces, el cruce del río era con balsa, pero el tránsito, si bien menor, existe desde siempre. «Si hiciéramos un recorrido por las modalidades de cruce del río, podríamos pensar en un primer momento originario donde se da con medios de comunicación que son elementos que están lejos de ser embarcaciones. Se llamaban “pelotas”, y eran una suerte de moisés de cuero que arrastraba un baqueano del río que cruzaba de un lado al otro agarrado de la cola de un caballo», ilustra Melhem. «El otro gran momento es la incorporación del barco a vela, en las primeras décadas del siglo XIX. Para la Confederación ya se necesitaron vapores, que sobre todo llevaban correspondencia pero también mercancía y transporte de personas. A fines del siglo XIX hay combinados de lancha y balsa, que empiezan a cumplir el servicio cada vez con mayor frecuencia», especifica.
Se realizan estudios preliminares, mediciones y un conjunto de tareas que se afrontan hasta la llegada del peronismo, cuando se comienza a hablar de una obra faraónica, indica Melhem. «Viene la segunda presidencia de Perón y no sé qué hubo de por medio que hace que lo único que se concrete es el tramo de la Ruta 168 desde Santa Fe hasta la Ruta 1. En ese punto aparece la nueva balsa, la balsa a cadena, en el final de ese recorrido de la 168. Las promociones hablan de que es más rápida y de que el trecho es más corto; es decir, se bajan los decibeles de la mega obra», aclara. El traslado en lancha tardaba en promedio una hora y media, recuerdan varios ex estudiantes de abogacía de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) que concretaban el periplo a diario en la década del sesenta.
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Cualquiera persona que tenga algunos años más que los del túnel podrá hacer memoria sobre la aventura de llegar de una orilla a otra. En 170 Escalones elegimos el testimonio de Daniel Glimberg, narrador de pura cepa, por su minuciosa descripción que nos sitúa en escena. «Cuando bien niño, varios lustros atrás, descubrí lo lejos que quedaba Santa Fe y la aventura de ir y volver a Paraná. Por un tratamiento en la vista, mi vieja me llevaba a un oftalmólogo dos y hasta tres veces por semana durante un par de años», introduce. «Viajábamos en lancha. Hacíamos una cola despaciosa hasta llegar al amarradero donde “el señor de la lancha” te tomaba de la mano para subir a la popa. Para ese momento ya se sentía el olor del gasoil y el ruido del motor encendido. Luego una puertita, a continuación se bajaba unos cuatro escalones de madera y se buscaba un asiento. ¡Conseguir la ventanilla era lo mejor! De pronto se soltaban amarras, el motor rujía un poco más y la lancha empezaba a moverse primero despacio, luego a más velocidad, a formar espuma, a hacer olas. Los pescadores en sus botes subían los remos cuando la lancha se les acercaba y así se dejaban mecer sobre los lomos de agua. Pasábamos por la fábrica de portland y ahí mi mamá decía “ya estamos en la cancha”, refiriéndose a ese lugar donde el río se ensancha y se pone picado. Pronto reaparecían las islas y finalmente la embarcación reducía la velocidad cuando ya se veía Santa Fe. Al bajar se subía una escalera en zigzag desplegada sobre un alto muro de cemento en una de las dársenas que se ven en el shopping. Eso sí que daba vértigo», relata Daniel. «Nos tocaron algunos viajes con tormentas que embravecían el río. Las altas olas pegaban sobre las ventanillas, la lancha corcoveaba y hasta hubo veces en que nos deteníamos en algún resguardo islero hasta que el tiempo mejorara. Las mujeres rezaban, mi madre quedaba dura, blanca, y alguna vez la vi lagrimear», confiesa.
«Por balsa era otra peripecia muy distinta, y una aventura casi ajena», continúa Glimberg. «Cuando venían mis tíos de Buenos Aires para los feriados largos, el día de regreso estacionaban su DKW más o menos por donde ahora está el Patito Sirirí. Había gente que, por unos pesos, iba moviendo el auto a pulso, soltando el freno o empujando, y así se avanzaba en la cola de vehículos que llegaba hasta Puerto Viejo. Mientras, almorzábamos en familia. Cada tanto iba mi tío con mi papá para ver por dónde estaba el auto y volvían con novedades, como ser: seguir esperando, falta mucho o ir urgente porque ya se subía a la balsa. Algunos días después sabríamos cómo viajaron, y por sobre todo, si no se había roto la cadena de la balsa que cruzaba el Colastiné», concluye.
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«La pregunta de por qué un túnel y no un puente tiene que ver con los reclamos de las provincias a Nación, y la negación de Nación a ejecutar la obra. La constitución plantea que la propiedad del suelo, todo lo que tenga que ver con decisiones por encima del río, corresponde a la esfera nacional; pero sobre el subsuelo no decía nada. Nadie dijo que no podíamos ir por abajo», explica Melhem sobre la gestión que se encaró desde los gobiernos provinciales. «Es un hecho más que importante desde el punto de la posición política de los dos gobernadores (Raúl Uranga y Carlos Sylvestre Begnis), que se la juegan, van al frente y firman un acuerdo en 1960», afirma la arquitecta. Poco tiempo antes, ofuscado a la salida de una reunión con el presidente Arturo Frondizi, Uranga expresó: «este asunto lleva varios años de discusión, pero los hombres de la Mesopotamia no aguantamos más vivir entre el barro e incomunicados con el resto del país. Este es un gran sueño de estas provincias fundadoras. Nuestros sueños son la presa de Salto Grande para suprimir el déficit energético, luego los caminos interiores y la comunicación con el resto del país. El túnel se hará, el reclamo es cada día mayor; es mayor la irritación de misioneros, correntinos y entrerrianos, porque los funcionarios de Buenos Aires desdeñan la consideración de estos asuntos vitales para el desarrollo».
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Las obras del túnel iniciaron en 1962, a cargo de la compañía alemana Hochtief AG, y la inauguración ocurrió el 13 de diciembre de 1969. Llevaba el nombre de Hernandarias de Saavedra, que en 2001 mutó a «Raúl Uranga – Carlos Sylvestre Begnis», como homenaje a los gobernadores de Entre Ríos y Santa Fe que lo concretaron. Según los datos del tránsito de su página web, cruzan bajo el agua unos doce mil vehículos diarios. ¿Cuántas balsas necesitaríamos hoy para semejante tráfico? Por suerte, para los nostálgicos del viaje en lancha existe una empresa santafecina que ofrece paseos en catamarán. Pero ese es otro viaje.
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Fotografías tomadas de: http://www.histarmar.com.ar/Puertos/Parana/
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