TEXTO HORACIO LAPUNZINA
FOTOGRAFÍAS MALALA HAIMOVICH
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¿Cómo hacer para no hablar de lo mismo? Y de mí mismo. Y ahora, para colmo, se trata de Asiaín. De Carlitos. Y voy a permitirme la primera persona, como un mal periodista o un mal cronista, porque no tengo otro modo esta vez. Se los aseguro.
Una mañana yo estaba solo, tomando un café y trabajando en una mesa de Los Alpes —aquél, el mismo pero el otro, el de la esquina—. Y entró Carlitos. Tenía los ojos acuosos.
—Qué te pasa, Carlitos.
—Ando mal de la columna. Muy mal. Creo que me tengo que operar.
—Pero…
—Y yo no puedo andar así, ¿me entendés Horacio?—ahora sí lagrimeaba—. Yo ando de aquí para allá, soy un hombre activo, que hace cosas, no estoy al pedo, ¿me comprendés Horacito..? ¿Y si quedo mal..?
—Bueno Carlitos, pero debe haber tratamientos. No te desesperes, confiá un poco.
—Bueno, chau. Me voy…
—Cuidate. Vas a andar bien.
—Sí sí…
Eso fue todo. Ni un café pidió. Tenía una necesidad urgente de descarga, de contención.
Después pasaron unos días y andaba, como siempre, de aquí para allá. Lo crucé de vuelta, y esta vez lo paré. Y pregunté:
—Mejor, mucho mejor—dijo, con esa sonrisa ancha, bonachona—. Vos sabés, seguiremos andando mientras se pueda en estas postrimerías…
Ése era Carlos Asiaín. Alguien que en pleno sol del mediodía, parado en la vereda, contaba anécdotas de Manucho Mujica Láinez como si lo tuviéramos allí mismo. Y pasaba de eso a las artesanías entrerrianas en cuero o las cerámicas con un conocimiento de arqueólogo, pero también de gran artista y artesano que era. Y enganchaba esa conversación con su adorada Billie Holiday. Y uno podía quedarse allí, clavado en el calor de diciembre, escuchándolo, extasiado ante la posibilidad de aprender de alguien que hacía docencia sin ningún propósito de veleidad. Sus palabras eran abrazos porque a él le gustaban los abrazos, los buscaba, los pedía, los daba. Cuando se despedía, tenía la costumbre de agarrar las manos de su interlocutor con fuerza de ternura. Y dar un beso sonoro, con esa calidez única y arrebatadora.
Trabajamos un tiempo coordinando actividades en los premios Escenario del diario UNO, allá por 2006. Y él no sólo fue un jurado activo y vehemente en su rubro, sino que organizó a todo el mundo y sugirió nombres para destacar y premiar, con un conocimiento del terreno de quien, además de la actividad pública que había hecho en la gestión cultural, se había metido en las casas de los artistas de su ciudad y de Entre Ríos entera. Los había leído, escuchado, visto, palpado. Tenía palabras y tiempo para todos; los que venían de lejos y los que recién comenzaban. Era un padrino natural y un lujo del que todos queríamos gozar —un poco cholulamente, por qué no decirlo— para tener en nuestras presentaciones públicas. Si estaba él, nada podía fallar. Y no fallaba.
Visto así, parecería que todos éramos sus amigos. Pero no. Muchos de sus amigos más íntimos, reales, entrañables, podrían hablar mucho más y de cerca sobre Carlitos. Ésos que lo acompañarán hasta el último metro de este lugar que era suyo.
Yo, en cambio, ahora que tengo que ver que los saludos y las despedidas se acumulan en el facebook, en las redes, en el aire mismo de Paraná, soy incapaz de salir de acá y entender que debería ir a darle un último saludo.
Eso, quizás, sería lo más sensato. Lo que corresponde. Pero yo no concibo a Carlos si no es aquel que camina y que va y viene, que abraza y charla y levanta la mano para saludar a alguien que pasa detrás de nosotros. Yo me quedo con ése. El gato azul, el pintor, el artesano, el inefable charlador, hombre de mundo y anfitrión del buen vino y la música.
Pido disculpas. Le pido disculpas.
Yo no estaré allí, porque él ya no está aquí. Como dijo David Lebón, a propósito de Spinetta: “No se enojen, pero Luis no es ése que están velando. Luis ya se fue, Luis era el que yo conocí”.
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Hermoso y sentido homenaje. Gracias.
Felicitaciones. Excelente nota. Y una acertada descripción de su personalidad que comparto plenamente. Gracias por expresarlo.