Periodismo o posverdad

TEXTO LEANDRO DRIVET

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A propósito del reciente día del periodista se han publicado reflexiones y debates sobre un oficio que es ineludible para la democracia. En esta columna, el profesor e investigador Leandro Drivet se refiere críticamente a la relación entre periodismo y posverdad.

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Anecdotario

Hace unos días vi y escuché la entrevista que le realizó Hugo Alconada Mon a Nicolás Winazki a propósito de la publicación del reciente libro del segundo. Acto seguido, cometí el pecado de recomendarla a algunos amigos con quienes conversaba, afirmando que era un diálogo imperdible (exageré, lo confieso) entre dos de los más importantes periodistas de este país de los últimos 15 años (no me retracto de este juicio). De inmediato, algunos de mis interlocutores, indignados, señalaron al entrevistado acusándolo de propagandista del actual gobierno, y me amonestaron por el juicio de valor emitido. Respondí que incluso si Nicolás Winazki tenía opiniones que diferían de las mías en relación a la «República de Cambiolandia» (Habermas dixit) –y no sólo sobre este tema– podía yo estimar algunas de sus investigaciones periodísticas, relevantes y rigurosas. Podría haber añadido otro tanto sobre Horacio Verbitsky, a quien más de una vez puede uno leer con provecho sin necesidad de compartir sus opiniones del kirchnerato, o, mutatis mutandis, a Heidegger, sin verse obligado el estudioso de Ser y Tiempo a completar la ficha de afiliación del partido nazi. No lo hice (pero lo hago ahora, ya ven en qué embrollo estamos metidos) porque me pareció redundante y pueril. Pero los sofismas, dirigidos contra uno de los periodistas que sacó a la luz la escandalosa «ruta del dinero K», y que demostró la corruptela de las más altas esferas del poder en el caso Ciccone, no cesaron.

Este episodio me trajo a la memoria otro intercambio de opiniones en el que participé un poco azorado hace alrededor de un año, cuando se conocieron los Panamá Papers, investigación por la que el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés) ganó recientemente un premio Pulitzer. En aquella conversación, concentrada sobre los gobiernos «K» y «M» y la prensa, alguien preguntaba con suspicacia por qué «los medios que habían llevado a Macri al sillón de Rivadavia» no se hacían eco del escándalo de los papeles panameños del ahora presidente. Me limité a informarle que precisamente los periodistas locales que llevaron a cabo esa investigación, y que estaban publicando las primicias, eran parte del staff de esos grandes medios a los que él hacía referencia. Sin saberlo, este sujeto agitaba el fruto del trabajo de periodistas empleados por el diario La Nación o por Canal 13, replicado por otros diarios, canales de televisión, radios y portales web, como prueba de la existencia de lo que llamaba «cerco mediático» de protección al gobierno actual por parte de esos mismos medios.

La deflexión (o lisa y llana negación) del valor de ciertas investigaciones como las referidas se enfrenta a la dificultad –entre otras– de explicar un amplio complot en el que participan periodistas de diferentes medios e ideológicamente distanciados (por no hablar del trabajo de ciertos fiscales y algunos miembros de la clase política, de diferentes partidos e ideológicamente en las antípodas). Nada nuevo en el campo de la psicología de la conspiración. Charlando sobre Descartes, un amigo me hacía notar el contraste entre la frialdad con que suele recibirse por primera vez el postulado cartesiano del «genio maligno» y la tendencia generalizada a creer en un Villano al que se le imputan las desgracias.

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Principio de realidad

Estas anécdotas son apenas la punta del iceberg del problema al que quiero referirme, y que entre otras manifestaciones cuenta el extendido verse llamado a juzgar como se juzga (i. e., como juzgan los «bienpensantes») si uno quiere ser reconocido como «progresista», o si no quiere ser señalado con admoniciones «progresistas». Incluso si el cruzado contra un periodista cree secretamente en algunas investigaciones de este. Pero antes de seguir, es precisa una aclaración (de Perogrullo, pero ya ven en qué embrollo estamos metidos): no es necesario ni lícito desconocer las líneas editoriales, ni es bueno ignorar las fuentes de financiamiento ni las simpatías ideológicas de los medios de comunicación y de los periodistas para comprender la puja de intereses que se advierte en la esfera pública, pero es falso reducir la lógica periodística a los intereses empresariales, la polifonía discursiva de una redacción a la supuesta homogeneidad obediente y dogmática de los «empleados», la búsqueda de verdad a la persecución de un interés de otro orden (que por lo general se presume espurio), la ideología a las intenciones conscientes de quien habla o escribe, en fin, la acción comunicativa (orientada al entendimiento de dos o más hablantes sobre algo en el mundo) a la acción estratégica (que busca influir a alguien, a quien considera un medio para la consecución de un interés otro, valiéndose de la persuasión y la manipulación). Quien lo hace, se ciega frente a las contradicciones propias de una empresa periodística, en la que verdad, interés e ideología no siempre coinciden entre sí. Hay una lógica periodística relativamente autónoma que convive, a veces mejor y a veces peor, con los intereses capitalistas, estatales y de la ideología dominante en el medio.

Me pregunto por qué y hasta qué punto se ha propagado esta convicción que renuncia a distinguir verdad y poder. Tiendo a creer que, en lo que concierne a nuestra historia reciente (y pasando por alto, por caso, la historia más larga de la demolición de la educación pública en todos sus niveles), la intervención del INDEC jugó un papel importante, junto a la más evidente difamación del periodismo. Como resultado de la adulteración de las estadísticas oficiales proliferaron tanto los comentaristas despreocupados por las reglas de la lógica y de la relación entre el discurso y la «realidad», como las lluvias de «datos» que procuraban probar el éxito del «Modelo». Se trató de un estratégico golpe a un nervio de la esfera pública. El sabotaje estatal del Instituto privó a nuestra época de un pie a tierra clave capaz de establecer una referencia a partir de la cual dialogar consigo misma y con otras. Cuando se carece de un «principio de realidad» se entra en el delirio (v. g., persecutorio).

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¿El periodismo como espejo de los intereses dominantes?

Hay quien rescata de los últimos 15 años de ¿nuestro? país el hecho de que la ciudadanía abandonara la ingenua confianza en el periodismo, entrenada como estuvo al mismo tiempo en el «relato» y en el tan cacareado «análisis del discurso» (malgré Eliseo Verón…) fogoneados por la propaganda oficial. Es posible que se haya «ganado», por caso, cierta distancia incrédula en la feligresía del estridente y oportuno matutino. Pero por su tierna constitución fue digerida sin demoras ni dificultades. Así pues, el rasgo determinante de la degradada posverdad naciente por estos lares es que en lugar de cultivar pública y pacientemente la duda metódica, ha avivado estatal y velozmente la llama pírrica (y pirrónica, pero logorreica…) de la duda escéptica ante el periodismo de investigación, para solaz del orgulloso argentino que jamás compró ni volverá a comprar un buzón. Los partidarios de la posverdad abjuran del periodismo de investigación e información, y no admiten otra modalidad de «periodismo» que el «militante»: un amplio conjunto de propagandistas que subordinan la pretensión de verdad al interés de una facción, es decir, un ultraje al periodismo y a la militancia. La aurora del propagandismo de la posverdad es el ocaso del auténtico periodismo, que en la figura de Rodolfo Walsh («No se hace retórica. Se trabaja duro y con la verdad») ha honrado en esta revista Franco Giorda.

Antes se creía erróneamente que los medios reflejaban la realidad. La crítica de la ideología despertó a la candorosa conciencia de ese falso prejuicio, de un modo análogo a como la había despertado el Idealismo, bastante antes, del sueño del «realismo ingenuo», y nos enseñó que en todo caso «reflejan» o «reproducen» las contradicciones históricas reales. Ahora resulta que para los partidarios de la posverdad el periodismo no podría exceder el límite de reflejar y reproducir cierto interés más o menos dominante. Menos fruto tardío de la paciente crítica que reacción contra el estallido de algunas ilusiones, en nuestro país cundió la desazón de las audiencias con los medios, acusados estos últimos de haber prometido verdades que, en bloque y sin resquicios, se habrían empeñado en ocultar. Esta actitud de «gran rechazo» (repleta de contradicciones) es solidaria con la tendencia global a la endogamia ideológica que rige los usos de las «redes sociales» virtuales y el «consumo» de portales de información mediados por ellas. Hay que reconocer que «adherirse a una fe inamovible depara una gran paz mental». Fieles a ello, a la hora de fijar sus creencias, quienes decretan la muerte del periodismo se comportan de acuerdo al «método de la tenacidad» que Charles S. Peirce describió con lucidez en el último tercio del siglo XIX, e ilustró refiriéndose a la estrategia del avestruz (pariente próximo del Opisthodactylus kirchneri). La clave reside en apartar de la vista y del pensamiento todo aquello que pueda llevar a un cambio de opiniones.

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Una nueva tarea del periodismo

Con una paráfrasis de George Orwell, Horacio Verbitsky definió al periodismo como el trabajo de contar algo que el poder (la dominación) no quiere que se sepa: el resto sería propaganda. Martín Caparrós (lo nombro a sabiendas de que también pertenece al Index de la moral de la posverdad, pero ya ven en qué embrollo estamos metidos) ha actualizado y complementado la definición con una frase que encierra un diagnóstico no muy promisorio sobre el desarrollo de la conciencia crítica de la sociedad: periodismo es contarle a mucha gente lo que no quiere saber. En otras palabras: la dominación se ha interiorizado. Ni Orwell había alcanzado con su profética imaginación los extremos de esta pesadilla: del encubrimiento de la verdad por parte del poder nos hemos desplazado a la renuncia voluntaria a la pretensión de verdad por parte de la conciencia desposeída –pero feliz y suficiente– de nuestro tiempo. Con su sentencia, Caparrós aproximó el periodismo a la filosofía y al psicoanálisis: el prisionero de la alegoría platónica de la caverna o el cautivo de las representaciones yoicas serían análogos del destinatario del discurso periodístico. Digámoslo de otro modo: el periodismo, alguna vez aliado de la sociedad civil en tanto «cuarto poder», debe ahora lidiar con la pereza y el miedo de la renegada audiencia, y debe incluir en la lista de sus incómodas tareas la lucha contra la resistencia (en sentido psicoanalítico). Ésta se ejerce con aguante. O con ensordecedora alegría.

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La posverdad como política de Estado

El odio al portador de la «mala nueva» es una disposición afectiva e intelectual tan inmemorial como su reverso, el amor a la «lealtad» (i. e., a la obediencia, la subordinación, y el dogmatismo) del rebaño. Su contenido contemporáneo es bastante triste: a un sistema económico-político en el que los bancos (que «se la llevaron en pala» desde el post-Argentinazo hasta la fecha) ocupan la cúspide, le corresponde una estructura psico-política que, por principio, adula (y vota) a un/a autócrata ladrón/a y desconfía de quien lo/la investiga. En el concierto de sicofantes no faltan los «servicios de inteligencia» del Criptoestado (cf. Miguel Bonasso: Lo que no dije en «Recuerdo de la muerte»). Prolegómenos de un proceso que, como ha señalado recientemente Elena Poniatowska para el escalofriante caso de México, podría terminar dejando al periodismo aquí también «en estado de indefensión». «Estado bueno, mercado (y periodismo) malo»: al parecer, sobre estos cimientos se construye la moral maniquea y provinciana de la posverdad, que muchas veces se dice «posmarxista», y que llamaríamos «pre-marxista» si no fuera manifiestamente anti-marxista.

Se dirá que la mala fe, la complicidad criminal y la mala praxis «periodísticas» llevan parte de la responsabilidad en la época del adiós a la verdad. ¿Quién lo negaría? Basta echar una mirada al libro de Blaustein y Zubieta (Decíamos ayer. La prensa argentina bajo el Proceso), que deberá continuarse hasta nuestros días, para advertirlo con toda claridad. Pero la mala praxis médica no condujo a abolir la medicina, ni un error de cálculo a desechar la matemática, ni la negligencia de un piloto a terminar con los viajes en avión, ni la mezquindad y la ambición de un profesional de la «política» debe arrastrarnos a la defección de la política, ni la fascinación del neófito en «análisis del discurso», o el arribismo del que corrompe la crítica al periodismo y la transforma en rechazo, pueden exigir la muerte de la verdad.

El problema es que la lógica no está en alza. Son tiempos de posverdad: de relatos, de hechos alternativos, de mentiras emotivas, de secretos de Estado, de Criptoestado. Pero mostrar indiferencia con respecto a la pretensión de verdad de las proposiciones y los discursos no nos libera de los antiguos obstáculos. Más bien nos devuelve a ellos. La contracara de la posverdad no tiene el aspecto de un triunfo contra el oscurantismo y los privilegios, contra la «metafísica» y el esencialismo, sino que más bien, y pese a su afectada irreverencia, se asemeja al retorno (farsesco, pero no por ello menos trágico) del principio de autoridad.

El odio al periodismo es anuencia al poder. Esperable: la posverdad es, por regla, política de Estado (de clase). El frenesí con que ayer nomás parte de la sociedad escupió representaciones gráficas de periodistas y otros «opositores» en una plaza pública y a plena luz del día (con niños como testigos y discípulos), y el júbilo con que se combatió y se combaten las «cadenas del odio y la mentira, de la crítica y el pesimismo» de ayer y de hoy, son la parte rimbombante de una escena que no debe hacernos perder de vista el secreto altar al que en algún rincón de sus fantasías la feligresía rinde culto con sus simbólicos sacrificios. Es la misma mano que enciende un cirio en alabanza a su pastor la que hace arder la pira para los herejes con la antorcha que le arrebató a quien iluminaba el camino. Peirce, a quien ya honramos, hacía notar que, dado que a la larga es humanamente imposible mantenerse impermeable a la influencia del mundo, el «método de la tenacidad» era mucho menos exitoso que el «método de la autoridad» –al que el primero se deslizaba con facilidad–, en el que se fundó tradicionalmente no la indiferencia del otro sino su segregación, ridiculización, persecución y exterminio.

¿Exagero otra vez? Quizá. Pero si en lugar de mirar el fotograma del gesto social del «escrache a periodistas» miramos a la luz de su tendencia, y ampliamos la perspectiva al continente y luego a la esfera pública global, es casi inevitable recordar los tristemente proféticos versos de Heine sobre la quema de libros.

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«¡Tierra!»

De los diversos métodos de fijar creencias, Peirce destaca «el método de la ciencia». Este supone que «hay cosas reales cuyas características son enteramente independientes de nuestras opiniones sobre las mismas»: su prerrogativa es lograr que las opiniones coincidan con el hecho, cosa que ningún otro método garantiza. El periodismo (no la propaganda) comparte con la ciencia y con los procesos de investigación judiciales, este método –falible, dispuesto a la revisión– por medio del cual se establecen y consensúan verdades provisorias: con conciencia de los límites epistémicos y morales –problemáticos, siempre sometidos a debate, pero gravitantes también por eso mismo– que nos alejan de la fe en la omnipotencia del pensamiento y del idealismo del lenguaje. Sin mayores pretensiones epistemológicas, y con la sencillez de quien sabe de lo que habla, Miguel Bonasso (lo nombro ¡otra vez! a sabiendas de que también pertenece al Index de la moral de la posverdad, pero… etc.) suele recordar al periodismo una enseñanza de Rodolfo Walsh: hay que contar los hechos, que son los únicos que no te defraudan. Antes de perderse o apasionarse en abstrusas discusiones sobre el estatuto epistémico de «la realidad» es preciso reconocer y desmontar críticamente la inclinación a la fe: ese no querer saber lo que es verdadero.

Finalmente, y volviendo al punto de partida, lo que queremos poner de relieve es que la verdad es la pretensión de validez específica de los actos de habla constatativos: es una cuestión lógica que entre otras condiciones prohíbe los sofismas argumentum ad hominem y argumentum ad verecundiam. El periodismo no puede existir privado de estas distinciones. La imposibilidad de evaluar la verdad de las proposiciones y discursos con relativa autonomía respecto de quienes los profieren es un retroceso a hábitos premodernos. ¿Habrá que volver a Descartes? Este rechazó con argumentos el principio de autoridad y enseñó que el escéptico más consecuente haría bien en dudar, en ciertas ocasiones, de su propio escepticismo.

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Ilustración: Manuel Siri

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