TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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La cinta de asfalto sigue los caprichos del terreno. Zigzaguea, sube, baja, por momentos acompaña el curso de un río o bordea un espejo de agua y, de repente, luego de un giro, el horizonte propone un volcán o una montaña nevada al frente. La X Región de los Lagos en la Patagonia chilena está atravesada de norte a sur por la carretera austral (Ruta CH-7) que une Puerto Montt con Villa O´Higgins en más de 1200 kilómetros. Esa zona en la que abundan los macizos que se hunden en el océano, los glaciares, fiordos, ríos y vegetación de selva, presenta imponentes y amenazantes paisajes.
A la carretera se puede llegar por otros caminos, la mayoría de ripio, que comunican el Pacífico con la frontera argentina. Uno de ellos es el Paso Futaleufú, cercano a la localidad de Trevelin y al Parque Nacional Los Alerces, del lado este de la frontera. Al pasar hacia la pequeña localidad de Futaleufú se deja atrás la estepa patagónica que predomina en la provincia de Chubut para adentrarse en la húmeda selva Valdiviana chilena que está presente en toda la región. ¿Cómo es posible una selva en una latitud tan austral? Se trata, en realidad, del único bosque templado lluvioso de América del Sur. Alerces, arrayanes, coihues y helechos forman parte de su rica flora. En mapudungún, Futaleufú significa «río grande». El destino es, principalmente, de pesca y turismo aventura, ya que consiste en uno de los sitios preferidos en el mundo para practicar rafting. Desde los puentes del camino se logran divisar los botes navegando entre rápidos.
Villa Santa Lucía es una pequeña localidad cercana al lago Yelcho, sobre el empalme de la ruta 235 que llega desde Futaleufú con la 7. Allí se puede virar a la izquierda y seguir hacia la XI Región de Aisen, o a la derecha rumbo a la ciudad de Chaitén. Es un buen punto para alimentarse en un recorrido más bien desolado de poblaciones. Con empanadas de cordero cortado a cuchillo, por ejemplo, compradas al paso en un almacén; o tirando de una cuerda para que se abra la puerta de una casa con el cartel de «comida». La familia que atiende invita a una mesa larga en la que los viajeros comparten el pan y un reconfortante guiso de cordero con algas marinas, cruzando saludos en varios idiomas. Es la parte del pueblo favorecida por los dioses: la otra mitad permanece devastada por el paso de un alud, a fines de 2017. El desprendimiento de un glaciar y su marcha montaña abajo dejó una huella marrón entre el verde del horizonte, cual campo arrasado que llega hasta el pueblo. Inabarcable en su belleza, el paisaje puede volverse hostil al ser humano de modo sorpresivo, como bien saben los patagones trasandinos.
La carretera austral parece estar en constante reparación. Si alguien pasa dos días seguidos por el mismo lugar encontrará piedras o barro en el camino, producto de algún desmoronamiento, donde antes circulaba sin dificultades o a lo sumo esquivando algunas ovejas. Por el hielo que se forma en invierno, conviene visitar esos parajes en época estival. La mayoría del trazado no tiene asfalto, pero sí en la Región de los Lagos. Además, hay que prestar atención a los ciclistas que suelen elegir esa vía, pedaleando lento, cargando sus alforjas viajeras, sumidos en el espectáculo natural.
Entre Santa Lucía y el Chaitén median 75 kilómetros lindantes con el Parque Nacional Corcovado. En ese tramo se pasa el puente sobre el río Yelcho y se puede visitar El Amarillo, donde hay termas y se ubica el Parque Pumalín, de grandes extensiones de tierra, propiedad de la fundación heredera del estadounidense Douglas Tompkins (quien murió de hipotermia en diciembre de 2015 en un lago más al sur). Cada fragmento de ese parque tiene mangas para medir la dirección del viento en claros de césped en el bosque, en los cuales pueden aterrizar aviones de pequeño porte. Así como Joe Lewis del lado argentino de la cordillera, Tompkins y sus propiedades constituyen un Estado dentro de otro, al punto que para el trazado de la ampliación de la carretera austral, el gobierno Chileno conformó una mesa de trabajo con él.
El Chaitén, capital de la provincia de Palena, es el ave fénix de esta Patagonia Verde. En 2008, los habitantes de la ciudad se percataron que el cerro Chaitén era en realidad un volcán. No fue un descubrimiento gozoso, precisamente. Todas las poblaciones cercanas, incluso Futaleufú, quedaron cubiertas de cenizas hasta los techos y debieron ser evacuadas por varios meses. El viento se llevó los vestigios hasta el Atlántico y Chaitén es hoy una ciudad nueva en su bahía del Pacífico, punto del que salen ferrys hacia la isla de Chiloe o Puerto Montt. Ahora, el volcán muestra su fumata a los lejos y los carteles de vías de evacuación les recuerdan a sus habitantes que nunca se podrán ir a dormir tranquilos. Como testimonio de la furia que se desató por la cima de aquella montaña y el pueblo fantasma resultante, un par de manzanas en las márgenes del ejido urbano se conservan como museo al aire libre con sus casas semienterradas en la arena gris oscura, la misma que cubre toda la playa entre la costanera y el mar. La muerte de los animales, de los sembrados, la falta de agua potable, el desarraigo, el desamparo de perder el techo y la reconstrucción encarada por los que volvieron a sus pueblos quedó registrada en la memoria oral de las víctimas, dispuestas a narrarlo una y otra vez a quien pregunte por el tremendo fenómeno natural.
Entre Chaitén y Puerto Montt distan 240 kilómetros de increíbles panoramas, que incluyen la navegación por fiordos, que son entradas de mar en un valle excavado por acción de los glaciares. El trazado de la ruta desemboca en las caletas, desde donde se abordan los ferrys que completan el recorrido acuático. Primero, de sur a norte, un breve paso en la caleta Gonzalo; luego, desde Porcelana hacia Hornopirén, la navegación dura un par de horas. Si es un día de sol, desde cubierta se disfruta el mar azul y se avistan las colonias de criaderos de peces en la costa. Después del último tramo, hay un cruce más entre Puelche y La Arena, antes de Puerto Montt. O se puede seguir el camino que costea el estuario de Reloncaví, pasando por la desembocadura de las aguas que bajan la cordillera desde Puelo y río Manso hacia los pueblos del sur de Chile con sus casitas de madera, salamandras y cocinas económicas siempre encendidas.
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