TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Un arroyo que es puerta a la percepción de un mundo retirado del rastro humano, a pocos kilómetros de las grandes urbes, en el bañado santafecino.
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Es raro que el galpón esté abierto un martes por la mañana. Me asomo a echar un vistazo, por el placer de ver las estanterías en las que se guardan cientos de kayaks y piraguas. El colorido silencioso de esas pequeñas naves en reposo tiene algo de fascinante. La razón de la actividad inusual es que los muchachos están construyendo una churrasquera en la plataforma que ocupa la Escuela de Canotaje, Expedición y Natación en Aguas Abiertas (ECENAA), en la dársena del Puerto Nuevo de Paraná. Allí botamos a Gelsomina, nuestra piragua, junto a mi compañero de excursión, Federico, y la vamos cargando con los elementos necesarios para el viaje. El torrente marrón del Paraná está planchado y, a contramano de lo que ocurre un fin de semana con buen tiempo, vacío. Será que, tal vez, algo de razón tienen los que dicen que le damos la espalda al río.
Queda atrás el puerto, con el Morro y sus casitas humildes a la derecha, y la costanera de las viviendas burguesas a la izquierda. La proa en diagonal, remamos en dirección a la torre del túnel subfluvial, rumbo a Santa Fe. En algún momento, entre espineles que asoman sus flotantes en la superficie acuosa, pasamos una invisible división interprovincial. Hacemos pie en una playita de barro y arena para contemplar la postal de la ciudad adornada de lapachos en flor. Desde la orilla de enfrente Paraná se siente inmóvil, dormida. Adivinamos la punta de algunos edificios, el camino de sus calles y avenidas, la loma del Cristo Redentor y el nuevo centro de convenciones. Nos impulsamos pegados a esa costa en la que, de tanto en tanto entre los árboles, se levantan ranchos de pescadores con sus respectivos perros costeros. Unas boyas indican la presencia de una zona poco navegable, allí donde alguna vez hubo un santuario de una virgen que la naturaleza decidió quitar del paisaje. Las ruinas del antiguo trazo de la ruta 168 quedan expuestas con sus fragmentos de asfalto colgando de pequeñas barrancas y playas de arena que el agua fue dejando como huellas de sus crecidas. Tomamos hacia el bañado por una entrada cerca del viejo atracadero de la balsa.
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Pasamos por debajo de un puente de la autopista que une las dos capitales. El ruido de los motores tañe cada vez más lejano. De a poco nos vamos internando en un espacio sin tiempo. Aún quedan algunos humanos por cruzar en el arroyo. El primero de ellos, un pescador que avanza de espaldas, mirando a popa, con el pucho entre los labios y un pulóver gris con el escudo rojo y negro del sabalero en el pecho. Gesticula con la cabeza y agrega un «Buendía», sin que se le inmute el tabaco encendido. Una vez en el curso del arroyo Miní, durante una parada en un recodo, dos varones levantan la mano en señal universal de saludo desde una lancha que pasa. «¿Hay pique?», pregunta el que va de pie, a pesar de que no tenemos cañas. Ellos tampoco, tal vez sean cuatreros, fantaseamos. No los vimos volver en el resto de la expedición ni nos topamos con ningún rastro de civilización en adelante, excepto por el tendido de unas líneas de energía eléctrica.
El arroyo Miní es un mundo lejano a pesar de estar a pocos kilómetros de las dos ciudades mayores del Paraná Medio. Serpentea caprichoso entre el Colastiné y el Paraná, con su tesoro de flora y fauna prácticamente intacto de toda depredación, salvo por el ganado. Se adivina en qué costa pastorean las vacas porque allí no crece demasiada vegetación, en contraste con la selva autóctona de árboles, pajonales y enredaderas de la tierra virgen. Algunos troncos del borde van quedando con sus raíces al descubierto por los antojos del riachuelo que va consumiendo el suelo. En este septiembre el agua viene en bajante, con las marcas de sus crecidas que se descubren en el cambio de color tajante de las maderas, a más de dos metros de la línea de flotación. En las ramas altas, los chajás se recortan contra el fondo celeste del cielo. Cerca de la rivera vuelan las cardenillas de cabeza roja, los cardenales y pájaros carpinteros. Una banda de patos biguá alza vuelo desde un banco de barro, y cada tanto alguno parece acompañar el rumbo de la piragua abriendo camino a prudente distancia. Desde tierra firme, donde abundan los caracoles del tamaño de un puño, las nutrias prefieren ocultarse en el reguero al descubrir la embarcación que avanza. Puede uno elegir perderse un rato por un angosto desvío que desemboca en una de las tantas lagunas del bañado, donde las aves huyen ante los intrusos que les interrumpen la siesta. Otra experiencia asombrosa es sumirse en el sigilo propio: dejar el remo quieto y prestar oídos. A los pocos segundos se comprende que allí no existe el silencio. El viento se hace sentir entre el follaje, cada vez más fuerte; el arroyo resuena con su corriente; y todos los pájaros ensordecen el aire. Montamos campamento agreste al atardecer, debajo de un árbol para protegernos del frío sobre la barranca de la derecha. Abunda la leña y el fuego comienza su danza hipnótica en una noche de luna llena que se refleja en el agua. No es licencia poética, así suceden las cosas cada tanto en la naturaleza.
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El día que nace nos trae su rémora. A poco del final del arroyo nos encontramos con el curso tapado de camalotes. Serán unos doscientos metros infranqueables que decidimos sortear caminando por tierra firme. El asunto no es sencillo porque a los antojos de la vegetación hay que sumarle el peso de la piragua que tenemos que alivianar para cargar al hombro. Concretamos el traslado en un par de viajes hasta que encontramos el atajo de agua que nos llevará hacia el río ancho. La bajante complica el último tramo, por momento tenemos que tirar a Gelsomina con una cuerda, los pies en el barro, propósito que nos inquieta porque al descender vemos una raya del tamaño de un arado. Y sospechamos que no es la única. Así y todo logramos salir al Paraná, del lado de enfrente un poco más abajo del muelle y la playa de Villa Urquiza, primeros signos de humanidad que divisamos en veinticuatro horas. Extasiados y con los músculos agotados del esfuerzo imprevisto, nos dejamos llevar por los juegos de la corriente que nos va girando de modo extravagante. Pasamos la Isla Bonita y hacemos una última parada en la entrada del Suizo, frente a la Toma Vieja, donde un par de perros de los pescadores de la zona nos escoltan en los mates finales. El tránsito de containers por el canal, con la ciudad de fondo, es la antesala de nuestro regreso a la civilización.
Los muchachos ya terminaron la construcción de la churrasquera de la dársena y el galpón de la ECENAA está abierto en su horario habitual de la tarde, de 14 a 19. Completamos el rol (la planilla en la que se indican los datos de los navegantes, destino y hora estimada de regreso), y comprobamos que en los últimos dos días sobran los dedos de una mano para dar cuenta de las embarcaciones que salieron de ese puerto. Y sí, algo de razón tienen los que dicen que le damos la espalda al río. Y a nosotros también, una vez en tierra firme, nos vuelve a engullir la rutina citadina. Pero mientras nos perdemos nuevamente en el asfalto y el cemento, sabemos que allí, a pocos kilómetros cruzando el canal, hay una boca de entrada al universo natural de los bañados. No se lo diremos a nadie, para que no se asusten las nutrias ni tengan que emigrar los pájaros.
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