TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Tres personas toman mates y charlan sentadas en sus reposeras sobre el playito curso de agua del arroyo mientras que, a pocos metros, un grupo de vacas desciende la pequeña cuesta desde el campo de explotación ganadera lindante para hidratarse en el calor de la tarde estival. Las distintas clases de mamíferos conviven en paz, sin inmutarse ninguna de las especies por la presencia de la otra.
La paradoja del viajero que le escapa a las multitudes es la de siempre querer encontrar lugares por fuera del circuito de visitas establecido, aunque estos, una vez descubiertos, pierden automáticamente su condición de inmaculados. Estos espacios son cada día más infrecuentes ante el avance constante de la industria turística, si bien la provincia de Entre Ríos abriga aún ciertos rincones que están un tanto alejados de las postales más difundidas.
El arroyo Mendoza, en el Departamento de Colón, es uno de estos retiros de la naturaleza al que solamente asisten quienes viven en los alrededores o quienes conocen «el dato» de cómo llegar hasta él. En realidad, no es un escondite, pero sí está por fuera de los caminos tradicionales.
Situado a unos 15 kilómetros de la ciudad de Colón, equidistante también de Villa Elisa, el riachuelo se va formando con una serie de afluentes naturales que nacen de los campos aledaños. Más allá en su recorrido nutre al arroyo Urquiza, que termina en el río de los pájaros entre Colón y Concepción del Uruguay. El sitio queda al borde de un camino rural, continuidad de ripio de la ruta internacional que llega desde Paysandú, luego de su cruce con la autovía 14. El pequeño torrente atraviesa ejidos privados y es, justamente, en la margen del puentecito de cemento que lo franquea en ese recorrido por el que se puede acceder a él. Los pocos autos estacionados y alguna bicicleta en el pasto, a la vera, son la única indicación de llegada.
Las personas que se arriman a disfrutar se dispersan en sus playitas y pequeñas barrancas. El agua transparente, aparentemente libre de agrotóxicos -a diferencia de los arroyos de la costa del Paraná-, corre entre arena y piedras, juntando algunas algas en sus recodos. Espinillos y sauces le dan el marco de flora autóctona, por la que cada tanto aparece el ganado a refrescarse.
A unos cien metros del puentecito, en un sauce que se recuesta desde la orilla hacia el agua persistiendo en una oblicua posición gracias a firmes raíces a la vista, un grupo de gurises y gurisas acompañados de un perrito blanco juegan a tirarse desde sus ramas hasta la ollita de no más de un metro y medio de profundidad que se forma en ese transcurso del arroyo. Más allá del sonido de esos chapuzones y los gritos de alegría de aquel juego de trampolín silvestre, el silencio de todo artefacto artificial domina la escena. La recorrida hacia sus orígenes encuentra una bifurcación en la que, adentrándose en cualquiera de las opciones, ya no se ve gente. Los pájaros aportan entonces su musicalidad al paisaje del Mendoza.
El avance de las sombras de la tarde va escampando el lugar, que ante la partida humana recupera su sosiego natural y su fauna salvaje nocturna que se arrima al agua incesante. Con la dispersa partida de vehículos hacia el este, el arroyo Mendoza presenta otra vez su versión más límpida, que durará hasta ser redescubierto al día siguiente por quienes resguarden las coordenadas de su ubicación.
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Es un Eden…ya mi corazon se pone a latir de entusiasmo…con el deseo de visitar esta maravilla entrerriana