FOTOGRAFÍAS PAULA KINDSVATER
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En sus recientes viajes a Buenos Aires, Paula Kindsvater redescubrió un lugar que había conocido de chica pero que el tiempo le había hecho olvidar: el Jardín Botánico. Durante los últimos tres años anduvo rondando ese espacio vegetal. «Allí leí, almorcé, lloré, paseé sola y acompañada, me reencontré con un viejo amor, empecé uno nuevo, escribí y saqué fotos. Después de las primeras imágenes que tomé con la cámara o el celular – bastante descriptivas –, me propuse ver distinto los recovecos por los que pasaba una y otra vez».
En su deambular, transitó múltiples dimensiones del sitio al que describe como «habitáculo de estatuas semidesnudas y árboles sin descendientes, terraza de lectura para los domingos a la mañana, punto de caza durante la fiebre del Pokémon Go en 2016, centro de exposición artística para artistas fuera del mainstream, escenario fotográfico de grupos dark, refugio de gatos ariscos o siestarios perfectos para la ruidosa vida porteña».
Eligió el blanco y negro para componer sus imágenes porque considera que en ese contexto, el color está dentro de lo esperable, «los verdes de alguna manera son una obviedad en un lugar así», afirma. Ante esa premisa, se preguntó «qué cosas se verían y qué otras pasarían a un modo velado o serían absorbidas por la sobriedad de la escala de grises, qué mensajes serían interrumpidos. De hecho, varias fotos “no funcionaron” en blanco y negro. La única foto a color de la serie es una que tomé desde la vereda, un día de lluvia, momento en que el Botánico cierra sus puertas».
Paula asume la fotografía como un modo de vincularse con el mundo, «de hacerlo mío», dice. «También es una manera de narrar y recordar, especialmente cuando viajo. En ese sentido tiene íntima vinculación con mi profesión, en esa avidez que tenemos los comunicadores por decir, por mostrar, por poner en común una forma de comprender las cosas. A veces la fotografía funciona como aquello que me permite decir lo que no puedo con palabras. Pero también es un diálogo con otras formas de comunicar o con las obras de escritores o artistas plásticos, por ejemplo».
En relación a esto último, la fotógrafa experimentó un arrobamiento que pudo solo tramitar al momento de vincular la imagen y la poesía. «Recuerdo un día en que me quedé parada frente al invernadero, como helada, con la sensación de verlo como si fuese la primera vez. Era de mañana, la luz cenital atravesaba el vidrio mezclándose con la humedad de las plantas y aparecía una capa finísima de niebla entre las hojas. Tomé una foto. La alucinación que me produjo me duró varios días, hasta que encontré un poema que podía traducir eso que me había pasado frente al vivero y que capturé con la fotografía: “A veces, cuando la luz incide en extraños ángulos / y te devuelve a la infancia / deambulando por una mansión desvencijada / totalmente oculta bajo viejos sauces / o un convento abandonado que guardan la cicuta / y abetos gigantescos erguidos flanco a flanco, / de nuevo sabes que allende ese muro, / bajo la indómita cabellera de los sauces / persiste algo secreto, / tan maravilloso y peligroso / que si te adentraras y contemplaras / morirías, o serías feliz por siempre”. Es de Lisel Mueller y se llama A veces cuando la luz».
Finalmente, en relación al foco que hace al momento de mirar, señala que «me gusta ver personajes, la forma en que otros habitan los espacios con sus cuerpos, con sus gestos. Cuando viajo trato de capturar el pulso de los lugares – su ritmo, sus colores –, más allá de la típica foto paisajística. Recuerdo un paseo por cierta ciudad austral donde más allá de los panoramas espectaculares, la conquista más grande fue detenerme en una porción de lago donde la luz del sol hacía juegos verdosos sobre las piedras. Así que en ese sentido diría que mis fotos suelen estar en el detalle».