TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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El sonido de un acordeón viaja desde el patio de una casa por el aire de Puerto Ruiz. Un gurí cruza la calle corriendo y un hombre sale de un bar cuando el sol del sábado a la tarde empieza a acariciar la costa desde el poniente. La guardería de lanchas sigue abierta, y los que fueron a tirar la caña sobre ese recodo derecho del río Gualeguay miran pacientes el agua quieta.
«Hay bagres» ofrece el cartel en la puerta de una de las casas de los pescadores. El bagre lagunero, de cabeza grande y labios gruesos, es uno de los peces más comunes en la zona. Se consiguen dorados, tarariras y otras especies porque, en realidad, según cuenta Norma detrás del mostrador del bar Kita Pena, todos navegan en busca de mercadería hacia el Ibicuy, que tiene mejor pique. En un taller mecánico filetean pescados mientras un poco más lejos unos muchachos comparten una bebida en cajita cerca de una canoa. Los perros en banda, que dominan la intersección de las calles de tierra desprovistas de tránsito, miran pasar a las gallinas hacia el terreno en el que pastea un caballo.
Sobre los adoquines que rodean los dos grandes galpones del puerto –que suelen usarse como refugio cuando las crecidas inundan– aún se ven los antiguos rieles del primer Ferrocarril Entrerriano. Además de los que van a pescar, están aquellos que simplemente hicieron los nueve kilómetros que separa el barrio con la localidad de Gualeguay para mirar el atardecer desde la margen el río, tomando mates dentro de los autos o sentados al manubrio de una moto.
La historia escrita dice que ese paraje, por el que ahora caminan unos amigos sin apuro rumbo a la carnicería, fue fundado por Pedro y Domingo Ruiz en 1750. Y también que llegó a ser el tercer puerto de la provincia de Entre Ríos. A mediados del siglo XIX tenía un movimiento importante y fue entonces que llegaron hasta él las vías del ferrocarril (la estación es de 1864). Hubo saladeros para el ganado de la zona y una fábrica de jabones de 1900, que funcionaron en galpones hoy semiderruidos. La poca profundidad del Gualeguay fue la causa de que ese pasado de esplendor económico quedara atrás, cuando los barcos comenzaron a ser más grandes. El puerto es apto para todo tipo de embarcaciones de hasta nueve pies de calado. «No hay colectivos hacia Gualeguay; estamos aislados», informa una mujer consultada por 170 Escalones. «La única manera de ir es en remís, que están cobrando unos 250 pesos o más el viaje» agrega, resignada. Por eso, cuando hay que recorrer ese camino de más de 300 años recientemente asfaltado hacia la ciudad, los habitantes del puerto se asocian para compartir vehículo.
Don Cejas se asoma a la puerta de la despensa La Betty para entregar el pedido de un termo con agua caliente. Hace más de cuarenta años, desde que se mudó del Tigre donde era lanchero, Cejas vive en una de las casas más antiguas de esas nueve manzanas. Norma, en cambio, hace menos de un lustro que puso el bar frente a la comisaría. Por la noche se arma guitarreada mientras se juega al truco o al pool; aunque, por ahora, todo permanece en calma en la previa al crepúsculo.
Cae la tarde. El muelle y la costa se vacían de visitantes. Los que fueron hasta ahí por un rato de sosiego vuelven por donde llegaron. Quedan los pobladores del caserío en el que nació el poeta Juan Laurentino Ortíz en 1896, concentrados en sus tareas domésticas, en sus conversaciones orilleras, en sus mundos de pesca, anclados en el tiempo de ese antiguo paraje entrerriano.
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