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Las paredes nos miran. Incluso, muchas veces, nos sonríen. Alguien se ocupa, discretamente, de hacerlo notar pintando algún ojo, bocas, cejas o narices. Siempre asentando un rostro en elementos ya existentes: una salida de calefacción, una respiradero, una ventana diminuta, o un caño de desagüe de aire acondicionado.
En este caso, sobre calle Urquiza cerca de la esquina con Salta, el pequeño boquete del que asoma una manguera es el punto de partida para un par de negros ojos asimétricos que parecen estar tomando una bebida con pajita o fumando algo que le hace llorar de la emoción. Todo esto mientras observa, disimulado, los pies de los transeúntes y las llantas de los automóviles.