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«Soñé que yo iba a la cancha y no había más choripanes» cantaba La Guardia Hereje hace más de quince años en un tanguito llamado «La pesadilla». Ante el avance de la prohibición en varias ciudades del país de vender comida al paso cerca de los estadios, Roberto se planta en la esquina de Churruarín y Grella y, como en cada partido que Patronato es local, enciende su chulengo. Aquí lo vemos con un chori en cada mano, después de condimentarlos con un espeso chimichurri. Los rayos de sol ponen de manifiesto la humareda que rodea su quehacer.
Del estéreo de su auto de la década del ochenta estacionado a su lado con las puertas abiertas suena un chamamé que se mezcla de fondo con las conversaciones de grupos de hinchas que van llegando y el vendedor de bolsitas de girasol.
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