La fuerza de Argentina

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS JOHANNA PELTZER

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El país no volvió a ser el mismo después del 18 de diciembre. El campeonato del mundo sacó desde el interior de cada persona esa euforia contenida, esas ganas de ser feliz por un rato después de un año muy complicado, y dejó las postales más conmovedoras, históricas e insólitas.

Ese domingo hubo festejos albicelestes en cada rincón de la Argentina y también del mundo, pero la llegada de los campeones a nuestro suelo provocó el despliegue de todos los afortunados que viven en Buenos Aires o aquellos bienaventurados que decidieron ir hasta allá.

 

 

 

Recibimiento de campeones

La noche del lunes se hizo larga. Desde que empezó a oscurecer, miles de personas comenzaron el camino hacia el predio de AFA en Ezeiza para ver a los jugadores. Los operativos de seguridad estaban preparados, por eso diez kilómetros antes ya las personas no podían seguir en sus vehículos. En ese punto de la autopista Riccheri comenzaba una marea celeste y blanca interminable que caminaba entre sonrisas, cantos y bombos.

Grandes y chicos, mujeres y varones, banderas, camisetas, disfraces y carteles, todo unido por lo mismo: el fútbol. Por varios motivos, el arribo de la selección se retrasó. Esto comenzó a impacientar al público, que suplió ese sentimiento al ritmo incesante de la reversión de Muchachos, el hit mundialista de La Mosca.

La caravana empezó con una alegría infinita. Desde el colectivo los jugadores saludaban y cantaban; desde abajo la gente gritaba y filmaba. Y al final del micro él: Messi, abrazado a la rubia que brillaba en medio de la noche. El oro de la copa del mundo resplandecía tanto que encendía la atención de cada corazón presente: «Mirá eso, mirá cómo brilla», se escuchaba todo el tiempo.

 

 

ADN argento

Para los que fueron a la AFA, la madrugada del martes no existió, fue sólo un agujero temporal que depositó a todos a las ocho de la mañana en el obelisco. Sí, porque desde esa hora la gente ya comenzaba a copar las calles del centro y a llegar al monumento porteño. ¿Dormir? Privilegio de pocos, pero no importaba; somos campeones del mundo.

Según el censo de 2010, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires tiene aproximadamente 2.800.000 habitantes. El martes 20 de diciembre se calcula que había entre 5 y 6 millones de personas caminando por las calles. Prácticamente el doble y, lógicamente, un colapso. Celulares sin señal, WiFis sin conexión, locales explotados. La movilización deportiva más grande de toda la historia, según se difundió.

Sólo se veían sonrisas, gritos, cánticos, felicidad. Una serotonina contagiosa que levantaba hasta el más triste y hacía amigos hasta los más desconocidos. Pero, dentro de ese combo de «la hinchada más colorida y con más aguante» entran los destrozos: gente arriba de los semáforos y luminarias; intrusados en el Obelisco; roturas y robos en comercios; alcohol y droga. La esencia argentina.

Ante la cantidad de gente, la AFA dispuso que el punto de llegada de la Selección sea Autopista 25 de Mayo y 9 de Julio y miles de personas empezaron a correr hacia allí para poder ver al equipo. A pesar de la masividad, el festejo era controlado y tranquilo, hasta que dos hinchas se tiraron al colectivo que trasladaba a los jugadores. Ahí comenzó la incertidumbre.

 

 

¿Dónde está la Scaloneta?

Gente que va y gente que viene, preguntas sin respuestas, piernas sumando kilómetros sin un norte definido: así se vivió la celebración desde horas del mediodía. Los que tenían señal seguían la transmisión de los canales esperando por alguna certeza. Twitter también fue una fuente consultada, pero no había definiciones. Entonces, sólo quedaba caminar: de un lado para el otro, hasta que haya alguna decisión.

Los 30 grados se hacían sentir y desde las ventanas de los edificios varios vecinos comenzaron a tirar agua a las personas que estaban abajo, para ayudarlas a refrescarse. Parecían los viejos carnavales. Baldes, mangueras y hasta bombuchas. Una fiesta. También hubo aquellos que aprovechaban la ocasión y en la puerta de su casa ponían «Baño $100» o «Fernet $700», como para hacerse un mango extra.

Después de horas, al unísono la hinchada se enteró que a los jugadores los habían sacado en helicópteros y todos empezaron a mirar al cielo. El paso de los vehículos por el aire enloquecía a la gente, que saludaba, pero hubo una desazón colectiva difícil de explicar. Y sí, la mayoría se quedó con ganas de ver a los campeones, pero eso no opacó el festejo. Muchos persistieron hasta la noche, cuando la policía empezó a descomprimirlos.

 

 

 

Al otro día, la ciudad ya había vuelto a la normalidad: con su ritmo, con sus obligaciones, pero con un gustito diferente que todavía persiste. Ser campeones del mundo no fue sólo el sueño de los jugadores: cada argentino tiene esa chispa de deseo por dentro, que se renueva cada cuatro años. Y, teniendo al mejor de todos, ¿cómo no? Después de tantas finales perdidas, después de frustraciones individuales y colectivas, «este año nos volvimos a ilusionar», como dice la canción. Y no hubo final mejor.

Las postales de estos días reflejan la energía diferente que rodea nuestro país y nuestra gente: una vibra que aguanta hechos, que impulsa sueños y que, a pesar de las grietas, cuando hay que unirse, se une. Que los jugadores hicieron lo suyo no hay duda, pero que los millones de argentinos empujamos, tampoco. Dentro de la cancha o fuera, acá o en Qatar, la fuerza de Argentina nos acompaña siempre. Con lo bueno y con lo malo, pero siempre. Y a mucha honra.

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