La paz interior de la Villa
TEXTO Y FOTOGRAFÍAS JORGE DANERI
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Villa Urquiza tiene algo de rincón de duendes campesinos y adas inmigrantes. Es una paz interior que florece en este encontrarse a la distancia entre sus habitantes, seres como mas humanos ahora, reales, quizás mas sinceros y auténticos.
O quizás no, siempre fue así, las sonrisas, las miradas que preguntan, la contemplación del espacio nocturno con millones de farolitos encendidos y ese collar de via lactea que protege.
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Mary y Coco no salen de su casa, sencilla y cómoda, con verdes y soles para quedarse en paz, seguros, cuidados por su hijo José y Gisela, la compañera, que los proveen de los almacenes de campo cercanos, de la panadería que en diagonal está allí desde el siglo XIX, y mimados, rodeados por sus nietos, solcitos de futuros sanos.
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Vaña y Luis cocinan en el restaurante cerrado pero abierto de corazón, su vianda llega como un regalo de sabores y perfumes encantados. El arribo a la casa, villa Gloria, es una celebración, la posibilidad de los ojos y la sonrisa, el agradecimiento, el comentario acertado, la reflexión justa, el seguir trabajando. Y el disfrute de una mixtura de delicias brasileras cruzadas con nativas, bien nativas que Luis lidera. Y así Sudamérica en el paladar.
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Hilda y Silvia, siempre están en la farmacia de la plaza, la única, las únicas mujeres que pueden contemplar el transcurrir cotidiano de un pueblo que se quedó en la escala humana de la convivencia mas natural, mas cercana y que el turismo ausente ahora, la retrotrae años y tantos de campesinos, pequeños productores, artesanos y herreros de sustento propio, sin conexiones, asfaltos y colectivos. Cincuenta, setenta años atrás, así vivimos y sentimos la villa y uno se enamora más, se encariña más, se ilusiona más de que otros mundos sí pueden ser posibles, donde la política va dejando de ser lo que fue para buscar reencuentros, conversación, bajar cambios y delinear nuevos sueños para luego de esta locura que hemos producido, en tantos otros lugares que dejaron, como la villa no, de ser villa, de ser escala de ojos y abrazos, sonrisas y río, barranca y monte, maíz y huerta, quesos y leche de los amigos vecinos, aroma al asado familiar, encuentro de los domingos imposibles de cambiar.
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En la villa hasta el río se sostiene en la bajante mas impactante de la historia centenaria, casi sin bancos de arena, majestuoso aguas abajo de la enorme isla del Chapetón, y en su valle de inundación y sus selvas en galería, se produce una inusitada fiesta de cantos, aves y seres no vistos en décadas. Dicen que los zorros y jaguarundies visitan los mundos de sus antepasados, reconocen territorios abandonados, negados, casi olvidados. El muelle descansa conmovido de los barcos y seres otros que no están a sus pies, ni en sus maderas duras que aún resisten, dejando que el sol forme en el atardecer como hogueras relucientes de brillos indescriptibles entre la arena y sus defensas de piedras.
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Semana Santa quizás fue la manifestación mas radical de una villa silenciosa, sin gente, sin autos, motos, arribos, música desenfrenada, invasiones extremas que no miden respetos ni consideraciones. Experiencia como alucinante, maravillosa de lo que fue.
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La Panadería regala tiempos de sabores sin tiempos, donde los panaderos juegan con el trigo, Carlos atiende a la gente en vivo y directo, dibujando la fila, el metro y un poquito mas, compartiendo instantes como sagrados de breves diálogos para saber lo que los otros saben «para dónde el mundo va y rescatar el privilegio de estar acá».
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Cuando se dieron algunas excepciones, el contacto con el río fue inspirador para varios vecinos que podían circular brevemente, previa autorización o diálogos en la comisaría o la autoridad municipal. Y el río trasmite con sus imágenes lo que la palabra no puede, sí el poeta o Polo Martínez, como el Zurdo.
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La villa sin turistas, sus mas de veinte complejos de cabañas como en una espera de incertidumbres, esa escala humana también de un turista amigable con una naturaleza que en las verdades de los otros reinos, son faltas de certezas constantes y aún sueños como mágicos.
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De alguna manera, la villa volvió a tiempos nacientes, también renacientes de soledades re-establecidas que no impactaron tanto porque traía lo que se era. Los mas idos en años tranquilos transcurren sus días, caminando a la Panadería de pueblo de campo, al almacén que encuentra a unos y otros, todo como preguntándose si es ciencia ficción, o en verdad el asfalto aún no llegó, la balsa se rompió o la línea de colectivos se arruinó.
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Pero la villa esta culturalmente preparada para esta y muchas otras, porque aún perdura ese ser de trabajo y mano empapada de humedad y semilla, acariciadas de tierra, de escucha y contemplación del universo, de respeto y convivencia, o quizás, si perdiendo se estaba, en amorosa recuperación ahora se teje en una telaraña de rostros suaves y suspiros esperanzados.
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Hermosa vivencia de nuestra Vila Urquiza, tal cual, con más calma pero la misma esencia, es la vvivencia de nuestra gente