TEXTO LUIS MEINERS (Desde Nueva York)
FOTOGRAFÍAS ROBERTO SCHMIDT, SHANNON STAPLETON Y OTROS
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Primero, los acontecimientos. La sesión conjunta del Congreso de EEUU para contar los votos del Colegio Electoral, un procedimiento formal en camino a la asunción de Joe Biden el 20 de enero, tuvo que ser interrumpida ante la irrupción de simpatizantes de Donald Trump en el edificio del Capitolio. Horas antes, Trump había hablado ante la llamada «Marcha para salvar América», repitiendo sus acusaciones de fraude electoral y convocando a la multitud a no conceder y marchar hacia el capitolio. Las imágenes de la reacción de las fuerzas represivas contrastan con la durísima represión militarizada frente a las protestas anti-racistas. Aun así, hubo cinco muertos: una mujer baleada por la seguridad del capitolio, un policía que habría sido herido en los enfrentamientos y tres personas cuyas muertes han sido informadas como «emergencias médicas». Durante la noche del miércoles la sesión se retomó y se certificaron los votos.
¿Cómo caracterizar lo sucedido? No se trató de un golpe de estado. Más allá de las especulaciones sobre las intenciones de Trump o de quienes irrumpieron en el recinto (y de las propias fantasías de estos personajes), no había ninguna posibilidad real de que el proceso que lleva a la asunción de Biden se detuviera o revirtiera. Los resultados del voto popular ya han sido certificados por los Estados, y nada podía hacerse el miércoles para cambiar esa realidad. No había un plan coordinado para cambiar el gobierno o el régimen político. No contaba con el apoyo de ningún sector de la clase capitalista o del aparato del Estado. Días antes los diez ex-jefes del Pentágono que están vivos firmaron una nota de opinión donde advertían contra cualquier intento de interrumpir el desarrollo del proceso constitucional. La Asociación Nacional de Manufactureros, la Cámara de Comercio, y otras representaciones del empresariado se pronunciaron rápidamente contra los sucesos. Tal como señala una declaración del Comité Editorial de la Revista Spectre: «Esto fue un “golpe” como espectáculo para las redes sociales. Con sus atuendos pseudo-Vikingos y parches de la Confederación, los rebeldes de extrema derecha eran un grupo particularmente poco atractivo. Y su rebelión claramente carecía de un plan coherente más allá de las ventanas rotas y las selfies».
Nada de esto implica restar importancia a los sucesos. Constituyen un adelanto de lo que puede venir, un síntoma de la dinámica de la situación política. La polarización de la última década ha visto una radicalización hacia la izquierda, pero también el desarrollo de corrientes de ultra derecha, (proto)fascistas. Hay condiciones profundas, estructurales, que explican esto. La crisis económica de 2008 dislocó las condiciones de estabilidad que venían siendo erosionadas por décadas de políticas de austeridad. Esto resultó en la crisis y erosión de lo que el escritor e historiador Tariq Ali denomina como «extremo centro», es decir, la convergencia de los partidos de regímenes bipartidistas en torno al sostenimiento del status quo neoliberal. El surgimiento de Trump como un «outsider» frente al «pantano» de Washington, hunde sus raíces en este proceso y eso es lo que explica la radicalización de una franja de sus seguidores. Nancy Fraser describió este proceso como la crisis del «neoliberalismo progresista» representado en figuras como Bill Clinton.
En el horizonte inmediato los eventos del miércoles tendrán consecuencias negativas para Donald Trump. Se ha profundizado su aislamiento con respecto al establishment político y económico. La mayor parte del Partido Republicano le ha dado la espalda. Crecen los pedidos para que el vicepresidente Mike Pence invoque la Enmienda 25 que establece el procedimiento constitucional para remover al presidente en caso de inhabilidad para ejercer el cargo. La bancada Demócrata prepara un nuevo intento de juicio político y no pocos representantes republicanos han expresado que acompañarán el pedido. Una ola de renuncias de altos cargos del gobierno se ha sucedido desde el miércoles, incluyendo integrantes del gabinete como las titulares de las secretarías de Educación y de Transporte. Mayores repercusiones en términos legales lo pueden estar aguardando al dejar la Casa Blanca, ya sea antes de tiempo o al finalizar su mandato en poco más de diez días.
El régimen bipartidista también emerge sacudido de la toma del capitolio. La campaña contra el supuesto fraude tensó al máximo la situación interna del Partido Republicano, profundizando conflictos y heridas que nunca habían terminado de sanar luego del meteórico ascenso de Trump en las primarias de 2016. Los republicanos que ocupan cargos se vieron divididos entre el deseo de sostener la institucionalidad y el deseo de sostener sus cargos, amenazados por la presión de Trump y una base radicalizada hacia derecha. El 22 de diciembre una columna de opinión del escritor Thomas L. Friedman en el New York Times sostenía que el desafío de Trump a la institucionalidad se dirigía «hacia un acantilado» y terminaría forzando a los «republicanos con principios» a fundar un nuevo partido conservador. Es posible que el miércoles se haya cruzado ese umbral, y se abra un periodo de reacomodamiento y rupturas en el Partido Republicano. De ser así, esto provocaría un sismo en todo el régimen bipartidista, tensado al máximo por una década de polarización que ha impactado sobre ambos partidos.
Si bien las perspectivas inmediatas para Trump y sus seguidores no son alentadoras, están lejos de desvanecerse como actor político. El «asalto al capitolio», con toda su parafernalia digna de cine distópico y alimentado por la desesperación frente al fracaso de la campaña contra el supuesto fraude, representa un salto en el surgimiento de un movimiento (proto)fascista que encontrará en la narrativa épica de esas imágenes su mito fundante. Las condiciones que han fomentado el crecimiento y la radicalización de la base de Trump y de los grupos de extrema derecha siguen allí, incluso agravadas. Serán un actor importante, decididamente peligroso, en el tiempo que vendrá.
Biden asumirá la presidencia en pocos días. Lo hará en un contexto de crisis sanitaria (se superó la barrera de 300 mil casos de Covid19 diarios y la marca de 400 mil muertes acecha en el horizonte cercano) y crisis económica (se estima que la economía de EEUU cayó un 3,5% en 2020). En un mundo donde la hegemonía imperial está cuestionada y crecen las perspectivas de guerras regionales y conflictos interimperialistas. En un mundo de crisis y rebeliones. En este contexto cabe esperar que ensaye un gobierno de «unidad nacional», acercándose a los republicanos que se distancian de Trump, para intentar restaurar la «normalidad» neoliberal, los «negocios como de costumbre», y recuperar el terreno perdido internacionalmente.
Todo esto indica que las escenas vistas en el capitolio no serán las últimas. Con viento a favor, Biden sólo logrará restaurar el normal funcionamiento de las condiciones que dieron origen al «trumpismo». No es allí donde debe depositarse esperanza. No se detendrá a la extrema derecha reforzando el aparato estatal junto a los demócratas. Existen, sin embargo, razones para el optimismo. Comparada con la histórica rebelión anti-racista de 2020, la capacidad de movilización de la extrema derecha queda muy chica. Unas 15 mil personas se movilizaron el miércoles frente a más de 20 millones que ganaron las calles contra el racismo. En la polarización y radicalización de la última década, desde Occupy Wall Street hasta la Marcha de las Mujeres hacia Washington en 2017, el movimiento antiracista de Black Lives Matter y un movimiento obrero que comienza a recuperar su historia de luchas, se ha ido forjando una masa crítica de la cual puede surgir una fuerza capaz de escribir otra historia. Retomando la famosa cita de Antonio Gramsci podemos decir que estamos en el claroscuro, los monstruos ya han aparecido, es hora de que aparezca lo nuevo.
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