TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Cuando parece que no se va hacia ningún lado se llega al barrio Las Caleras o Quinto Cuartel. Así, como en el medio de la nada, de repente uno se encuentra en ese sitio originario cercano a Victoria. Una hilera de casas viejas da cuenta del paso del tiempo. La plaza del lugar presenta unas manos entrelazadas sosteniendo una antorcha gigante, como extraño centro de plaza entre los pliegos del cual un hornero armó su nido. Sobre uno de los laterales del espacio público, los remiseros conversan mientras comparten una cerveza y se sacan algunas selfies.
Al fondo de calle Los Vascos, que rinde homenaje a los primeros pobladores, los muchachos juegan al fútbol. El hombre del puestito de tortas fritas, cerca del museo agrario que hay en una esquina, indica el camino hacia la antigua calera. Al frente de la arcaica torre de ladrillos una pareja construye su casa. «Sí, está en mi terreno», responde el flaco albañil tomando un respiro en su labor de domingo, sin darle demasiada importancia al hecho. «Había una más allá, pero se cayó de vieja», agrega una señora que interrumpe la limpieza del frente de su hogar.
En el vecindario abundan las construcciones abandonadas, intercaladas con otras nuevas de vecinos recién llegados. Hay autos del siglo pasado, camionetas 4×4, caballos y, más cerca de la costa, vacas y chanchos entre ranchos con las marcas de las crecidas de la inundación. Por eso las viviendas costeras están en alto, sobre pilotes. Más allá, el agua. Por todos lados, mugre de bolsas plásticas entre los yuyos. Claro, estamos al sur de la dársena y de la costanera de Victoria. Al fondo, para el lado de las termas, bien lejos del solitario Club Social con su pasado de esplendor y los restaurantes de la plaza central de la ciudad.
Allí, lejos de los turistas de ocasión, las actividades del domingo incluyen pintar la canoa mientras otros pescan desde la orilla, o prolongar una sobremesa debajo de una parra en el patio de tierra, con el tinto y la soda a mano y la música de fondo. Unos gurises corren con sus barriletes sin importarles el calor y la ausencia de vientos e ignorando, probablemente, que pertenecen al espacio geográfico donde se asentaron los primeros vascos españoles y genoveses que llegaron a la zona, a principios del siglo XIX.
En el lugar se fueron construyendo hornos caleros. Para 1820, el Quinto Cuartel era el barrio más poblado de la ciudad, con decenas de hornos de cal donde se trabajaba la piedra caliza que provenía de los alrededores de Victoria, por ese entonces conocida como La Matanza. Por esta actividad el lugar adoptó el nombre de Las Caleras: las residencias se levantaban alrededor de los hornos. Tuvo puerto, del que no quedan ni los rastros a excepción de las ruinas de una prefectura; e incluso un banco que emitía su propio dinero: Banco Laneri. La llegada del tren y el nuevo puerto frente a la estación fue apagando –y despoblando- el brillo de aquel primer asentamiento. De aquel pasado no queda mucho más que ruinas para ver, además de la calera que es una especie de torreta de ladrillos con pequeñas ventanitas; aunque en ese escenario de fondo permanece la vida cotidiana, orillera y suburbana del sur de Victoria.
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