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TEXTO CAMILA ARBUET OSUNA
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Me contó muchas cosas más. Encendimos el fuego, preparamos el café… Mi marido seguía durmiendo. Al rato, me dijo que se le hacía tarde, que se tenía que ir.
—¿Le ha pagado mi marido? —le pregunté.
Se ruborizó. Me aseguró que por nada del mundo aceptaría el dinero. Me di cuenta que quería marcharse antes de que él se despertara. No quise entretenerla. Le parecerá extraño, pero se me hacía duro separarme de aquella mujer.
Hermanas, A. Kollontái
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Cada hombre se ha transformado y cambiado. Diríase que en cada persona se han producido dos revoluciones: una propia, individual, y la otra general. Tengo para mí que el socialismo es un mar en el cual deben de confluir como ríos todas esas distintas revoluciones individuales, el mar de la vida, el mar de la autenticidad de cada uno.
Doctor Zhivago, B. Pasternak
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Es conocido el rol de las mujeres en el inicio de la Revolución rusa, encabezando la marcha del 23 de febrero de 1917 que reclamaba «Pan y paz», pero su mayor papel fue el intento sostenido, durante más de una década, de imaginar sujetxs revolucionarixs que se sostuvieran a través de vínculos no sexistas, no posesivos, que existieran como seres autónomos, sensiblemente comprometidos, sin ser deglutidos por la lógica misma de la revolución. Sin tener muy en claro cuál sería el modelo de recambio para el amor romántico y los vínculos filiales y amorosos de la burguesía, las dirigentes se aventuraron en, por un lado, militar abiertamente por las condiciones materiales de esta libertad (ejemplo: Código de familia de 1918) y, por otro, en pensar sobre las (im)posibilidades de la sororididad intergeneracional, interclasista y filial.
Sobre el primer punto, el movimiento de mujeres rusas que participaron en la revolución de 1917, al que podemos ligar con el feminismo a contrapelo de su propia autodefinición, dio muchos primeros pasos que consolidarían las banderas del feminismo más allá del sufragismo: iguales derechos laborales, organización de las mujeres dentro de los partidos, plan de abolición de la familia, legalización del aborto, intento de revolución sexual, etcétera. Esto no quiere decir que dichos pasos gozaran de unánime e igual apoyo dentro de las filas de las revolucionarias, todo lo contrario, sino que lograron presentarse como horizontes de posibilidad y como partes de la agenda para un proyecto político que se pensaba a escala global.
Cada uno de estos logros estuvo minado de inconvenientes y finalmente feneció en la muerte en vida de la revolución. Muchos de los derechos laborales de las mujeres —tales como licencia por maternidad, permiso para amamantar, prohibición para hacer trabajos insalubres— fueron dados de baja por las propias mujeres organizadas en 1924, dado que eran usados por los patrones para no contratarlas o para despedirlas, aun cuando la mano de obra femenina valía 40% menos que la masculina. Las organizaciones políticas autónomas de mujeres tuvieron su cumbre con la invención del Zhenotdel —escuela de formación y participación política, vinculada a los soviets y al partido, que alfabetizó e instruyó a casi diez millones de mujeres en diez años de acción, muchas de ellas se convirtieron en cuadros políticos—, dirigido por Inessa Armand y Aleksandra Kollontái, que cerró sus puertas tras ser acusado de «desviaciones feministas» en el proceso de reacción de la década de 1930. El extincionismo, por su parte, que promulgaba la abolición de la familia y que transformó la vida cotidiana, librando del yugo doméstico a muchas mujeres (con lavanderías, comedores y guarderías comunitarias) y abriendo fértiles debates pedagógicos, comenzó a retroceder con el éxito de la Nueva Política Económica (1921) y terminó por desaparecer con la imposición del familiarismo stalinista. La despenalización del aborto fue pensada desde sus inicios como un mal necesario, como una decisión destinada a las mujeres pobres y desempleadas, aplicada dolorosamente (sin éter) y de forma «ejemplar» en hospitales (penando las otras prácticas) que no daban abasto, y bajo una lista de prioridades donde quienes más querían abortar (las mujeres casadas, asalariadas, con hijos) estaban últimas; la experiencia terminó en 1936 cuando Stalin lo prohibió. La revolución sexual, por su parte, fue un punto muy álgido dentro del movimiento de mujeres, más tendiente a considerar formas menos asfixiantes de la monogamia, como la «monogamia sucesiva» de Kollontái, que a entrar en la complicada y alucinante «peste» de la crisis sexual.
Sobre el segundo punto, sobre la importancia de la transformación subjetiva de las mujeres, advertimos un conjunto de perplejidades sobre los modos en los que chocan las condiciones miserables de existencia del comunismo de guerra y de la década de 1920, las expectativas de las muy distintas mujeres rusas y el programa de género bolchevique. La «mujer nueva» era la imagen de la mejor camarada, una figura androginizada, sacrificial, con un superyó aplastante; una idealización emancipadora pero que dejaba poco espacio para las formas erotizadas de la política y de la vida (para las que los camaradas tenían más habilitación sin ser sospechados de superfluos). A su vez, la marca intergeneracional se hacía intransitable para las mujeres, que en vez de recostarse en la potente estirpe de Anna Karenina y Vera Zasúlich, veían a una aristócrata y a una narodniki, cuyas distancias ideológicas se traducían como infranqueables distancias existenciales. Otro tanto sucedía con la generación venidera, y las preocupaciones por el nihilismo, el sexo casual y la suspensión de cualquier deseo que no estuviese mediado por el Estado. Estas formas de no reconocimiento de sí y de las otras fueron temas sobre los que Kollontái volvió agudamente en sus escritos literarios, presentando perplejidades y tragedias afectivas, producto de la incomprensión, que eran vitales para pensar en los baches de la revolución y que sin embrago no tenían lugar ni en sus intervenciones ni en sus textos políticos programáticos.
Sin embargo, no es a pesar de todas estas dificultades, sino justamente por ellas, que pensar a las mujeres en la Revolución rusa es importante; en este punto, como vuelta a esas escenas, las incertidumbres son mucho más interesantes que las certezas esgrimidas. En palabras de Joan Wallach Scott, el feminismo tiene la característica de aportar paradojas, para implosionar y delatar la opresión en las estructuras de sentido, incluso en aquellas en las que participa combativamente.
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