TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
El universo de Bajada Grande, como el de casi todos los barrios, suele ser más amplio de lo que se ve a simple vista. Rincón de pescadores y jornaleros orilleros de la parte ancha del río Paraná, ese límite con el humedal natural fue también sede de grandes fábricas (aceite, alpargatas, cemento) y, como describe Mariana Melhem, el puerto y kilómetro 0 del recorrido ferroviario entrerriano inaugurado en 1896.
Bajada atraviesa hoy una profunda transformación arquitectónica que amenaza con oscurecer su tradicional identidad ribereña a partir de sombras proyectadas desde futuros edificios. Aun así, como contraposición de esa avanzada inmobiliaria, la barriada es refugio de una serie de construcciones sumamente particulares, a base de palos y barro, que en la última década se fueron erigiendo en el desnivel frondoso de una barranca interna. Se trata de los palafitos de Bajada, bioconstrucciones en un montecito natural que respetan la naturaleza circundante y rescatan una zona que se había convertido en basural.
La definición indica que los palafitos son viviendas donde los pilares son simples estacas y que, generalmente, corresponden a construcciones en el agua. Pueden ser palos o troncos sobre los que se construye una plataforma elevada y techada, habitualmente de madera, paja u otros materiales livianos y ecológicos. Es decir, casas sobre pilotes, como Venecia misma. En latín, palafitta significa «palos hincados». Si bien el origen de esta construcción tiene que ver con poblaciones que subsisten a orillas de lagos, canales o zonas inundables, también se la ha adaptado al uso turístico en diversas regiones. En Bajada Grande, la decena de casas existentes en palafitos y barro tienen que ver -como en otros ecosistemas húmedos- con aprovechar los materiales que predominan en esa naturaleza. «Este tipo de construcción no incluye al barro necesariamente, pero acá son todas así porque es el material que hay: barro, pasto», explica Pedro, uno de los habitantes cuya morada se levanta en el corazón de ese barrio.
El lugar no está a simple vista, pero sí muy cerca de las calles principales: Larramendi y Estrada. Por el monumento a Gregoria Pérez, desde Larramendi, allí donde se va terminando el abecedario de las calles, en la W se gira a la derecha y se toma por un sendero abierto por la municipalidad en lo que posiblemente sea el trazado de una futura calle. Desde arriba, en cambio, se puede llegar por calle X, que se encuentra con Croacia al poco de su bifurcación con Estrada. El espacio intermedio existe justamente antes que ambas arterias centrales de Bajada dejen de ser paralelas y comiencen su trazado ondular y en descenso para juntarse frente al Paraná. Desde la parte alta del ingreso a esta zona verde -unida por un sendero semipúblico de madera construido por los mismos vecinos a modo de escalera- la vista presenta toda la belleza y la amplitud del humedal hacia el Sur Oeste. El panorama es majestuoso al atardecer, más aún desde los últimos meses en los que se desmontaron los grandes silos de la aceitera.
Pablo fue el pionero, que comenzó hace una década a construir su casa de esta manera, a modo de probeta, «con una técnica japonesa en proporciones en base al ken», explica su hermano Pedro. El ken es una medida nipona que se usa sobre todo en la arquitectura como intervalo de los pilares en los templos tradicionales. Estos pilares van encastrados, trabados, y no necesitan el sistema de bulones. «Él estaba pagando un alquiler y esto era un montecito municipal, no había nada, ni ranchos, así que se vino y empezó así», sintetiza Pedro. Entonces no estaba la calle que ahora sirve de entrada desde la parte baja del monumento a la señora que fue primera patricia argentina y por el que tanto pujara Amara Villanueva en sus crónicas a lo largo de varias décadas del siglo XX. Desde la otra entrada, en un pedazo de terreno que quedaba en la parte alta, los vecinos que viven en casas tradicionales de esa calle armaron una extraña placita de juegos en profundo desnivel, directamente en la barranca, como para evitar que se construyan nuevos ranchos. Después de Pablo se empezaron a arrimar otros y otras hasta llegar en la actualidad a las nueve construcciones con la misma técnica. La última de ellas que aún se está terminando, la ocupan Ceci y Nico con su hija de un año.
«Estuvimos un tiempo buscando, averiguando por tierra para nosotros, pero era todo muy muy caro. Nos acordamos de este terreno del que nos había hablado una amiga, vinimos a conversar con los que ya estaban, que nos explicaron cómo había sido todo el proceso por el que llegaron a vivir acá, y nos dijeron que podíamos tomar un pedazo por dónde empezamos a construir», comparte. «El lugar nos gustó , había mucha basura que limpiamos y quedó lindo. Nos gustó siempre Bajada por estar cerca del río. Los que estaban nos ayudaron, nos enseñaron a construir, y eso fue un gran gesto porque no nos conocían”, agrega.
A medida que fue llegando cada vecino y vecina de esa barriada, fueron desmontando los ligustros y moras para poder habitar. La premisa es que las casas estén rodeadas de verde, que crezca lo nativo, como el aromito y flores silvestres de todo tipo que le dan color a la vegetación. «El tipo de construcción sobre pilotes es la única que se pueda hacer en este lugar, porque el terreno es barranca. A la vez, el barro siempre nos gustó porque es algo que podés hacer vos mismo e ir aprendiendo. Es súper amable el material. Esta casa, si un día se desintegra, vuelve toda a ser tierra», argumenta Ceci, que se arrimó al lugar primero por las dificultades de acceso a la vivienda y luego fueron aprendiendo técnicas que les permitieron la libertad de elegir cómo vivir. «Se siente lindo estar acá», confiesa.
Cuando llueve mucho, el agua corre por debajo de las plataformas elevadas, en su declive natural por el terreno. A lo sumo se lavan un poco las paredes de barro si la precipitación es de canto, pero eso se emparcha fácilmente. Quienes llegaron después de las primeras experiencias aseguran que la técnica no fue algo impuesto, sino por contagio para hacer la casa de modo más económica y participar de la construcción. Los cálculos que hacen estos pobladores indican que los costos son un cuarto de la construcción con materiales de corralón. «Yo me la hice con la ayuda de los que ya estaban instalados, pero mayormente trabajé solo. A mi me gustan las herramientas, cuando me pienso hay una cosa integradora con eso. Otros pagaron a unos chicos la mano de obra o alguna ampliación», indica Pedro. Los palos que usó en su casa son de eucaliptus y las maderas del piso son tablas de encofrado, material de obra. El diseño fue en base a su propio dibujo en una hoja cuadriculada. En el techo también tiene tierra y crecen plantas. El marco general es de vegetación y madera, con botellas como tragaluz y otros pocos elementos que no son naturales.
«El espacio tiene un límite, ya estamos ahí, porque ese pedazo de al lado no es municipal, sino que está en sucesión y hay que negociar con otra gente», avisa Pedro, señalando el terreno lindante al acceso común a cada casa. «Nadie vino a decirnos que no podíamos estar acá, tuvimos suerte. La policía tampoco jode. Todo esto era basura, la gente tiraba basura en la barranca, fuimos limpiando y marcando los límites de cada lugar», resume. El agua potable la sacan de un caño común desde la calle alta.
Los y las habitantes de estas construcciones en palafitos tienen diversos trabajos: en inmobiliarias, como músicos, empleados estatales, docentes o jardineros y changarines. Incluso, en una de las casas de un músico, los miércoles se juntan a tocar todos los que le hacen a algún instrumento con otros y otras que llegan de afuera. Ese día en particular se escuchan las notas musicales entre los palafitos de Bajada Grande, que se alzan desde una barranca interna en ese vergel oculto en el corazón del barrio.
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