TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Las palabras dejan lugar a los sonidos cada vez que Luis Zapata interrumpe la charla para tocar algún instrumento de su propia manufactura. El luthier de 89 años se expresa, también, con notas musicales que salen de sus guitarras y mandolines de madera y cartón, quenas de bambú y los más variados materiales que lo rodean en el estudio de su casa, en la zona del Cristo Redentor. «Hago dos y me guardo uno», avisa sobre los encargos que recibe. La biblioteca rebosa de textos sobre tango, incluyendo más de tres mil partituras y su propia investigación sobre ese género musical en Paraná. En uno de esos estantes luce el cráneo de un puma que, dice, enfrentó su padre en la Patagonia, durante los años de la trágica represión contra los peones rurales.
Zapata comenzó a trabajar en el correo en la época del telégrafo, estudió prestidigitación por correspondencia y, al jubilarse, se dedicó de lleno a la luthiería, profesión que fragua este diálogo con 170 Escalones, una tarde de verano antes de la pandemia.
¿Cuál era su trabajo en el correo?
Yo trabajaba en la parte telegráfica. En un momento dado voy a la Escuela de Comunicaciones del correo a perfeccionarme. Terminaba la era del morse y venía la época del teletipo, de otros sistemas más modernos. Me voy a Buenos Aires a estudiar electrónica. Ese fue mi oficio: telegrafía, comunicaciones. Trabajé hasta el 86, hice 42 años de servicio; entre de mensajero y terminé en la parte técnica.
¿Y la pasión por los instrumentos de dónde viene?
Siempre había tenido una debilidad por los instrumentos musicales. A partir del año 58, 59, mi hermana Chola Zapata funda una compañía de folclore, de aquellos tiempos, folclore viejo. Y a mí me ponen como que era de Bolivia: “El colla Zapata” (ríe). Pero entonces tuve que ir al norte, a Humahuaca, a comprar los instrumentos y aprender cómo se tocaban. Ahí fue que me vino un enamoramiento por los instrumentos étnicos. También fui a Buenos Aires cuando estaba Carlos Vega en el Instituto de Musicología y me aceptó para un curso de etnomusicología. Algo así como instrumentos musicales de los pueblos originarios. Ahí empecé a estudiar el erke. Lo traje de Jujuy, un drama llevarlo en tren. Las anatas, las quenas, el charango. Estuvimos varios años con mis hermanas Chola y Chicha. Yo, por mi trabajo del correo no podía salir, pero ellas siguieron en grandes giras y en un momento recalaron en Bélgica, recorrieron Italia, Francia, Portugal y España.
¿Lo habían puesto como que era de Bolivia para promocionar?
Era un tiempo en que en Europa la música latinoamericana interesaba mucho. Latinoamérica estaba en llamas en ese tiempo, políticamente, y querían escuchar la música del continente.
Pero la luthiería vino después. ¿Cómo aprendió?
Empecé a arreglar guitarras de los amigos, buscando documentación. Tenía buenos amigos luthiers que me dieron muy buenos datos sobre la reparación de instrumentos o cómo se hacían: violines, guitarras. Y empecé a fabricar. Al jubilarme, tenía un curso hecho de técnico en oficio con privilegio de la carpintería. Desde el Concejo General de Educación me hablan para organizar un curso de luthiería. Estuve tres años enseñando fabricación de instrumentos musicales. Yo aprendí por revistas y, ahora, en internet. Me hice muy amigo de (Esteban) Pérez Esquivel, que es fabricante de guitarras, muy buen luthier que vive en Colón. Empezamos a hacer un sistema de guitarras económicas de cartón. Los japoneses las hacen hace muchos años, pero ellos fabrican el cartón para instrumentos musicales, en cambio acá no, el cartón se compra en la librería. También me animé a los instrumentos sonoros más complejos, y no tuve problema. Además soy profesor de música, me recibí en guitarra en la Escuela de Música de Santa Fe, pero tuve un problema en las manos y dejé de tocar.
¿Fabrica por encargo o cuando se le ocurre?
Desde hace un tiempo, solamente a pedido. Para un charango demoro dos meses porque lo hago despacio. En la feria de Salta y Nogoyá tenía una exposición de instrumentos étnicos. Me pedían un violín de los indios wichis, de lata, como ese que está colgado ahí, y lo fabricaba. Éste, en cambio –toma uno de los que tiene a mano–, es un instrumento de la india. Tiene un parecido al birimbao. Los instrumentos, en general, son todos más o menos parientes. Acá tengo un arpa de boca Mapuche, la procedencia es tan rara, de antes de Cristo. Los mapuches viejos la tocan.
¿Cuántos instrumentos tiene?
La verdad que no sé, pero muchos, porque acá no entran más y tengo un galponcito taller con arpas, guitarras, quenas y quenachos.
¿Qué herramientas utiliza?
En luthiería se utilizan las mismas herramientas de hace 500 años atrás: cuchillo, cepillos chicos, escofina, serrucho, lija; no ha variado mucho.
¿Y la materia prima?
Ahí está el problema, no se consigue madera. Acá en el litoral la madera es muy húmeda para hacer algo bueno. Viene de Alemania, Transjordania, se puede comprar en Buenos Aires para la fabricación de guitarras. El sur de la Argentina y Chile tienen muy buena madera para hacer instrumentos.
¿Y las quenas?
De bambú. Hay mucho, estamos en la zona.
¿Es la caña silvestre?
Sí. Se corta, se pela y se guarda en la oscuridad, esas son las teorías viejas. Las seco en un galponcito.
¿Compra cortadas o va a cortar?
En general le encargo a gente de Feliciano porque allí hay unos cañaverales gruesos y lindos. Con diez cañas largas tengo para rato. Cuando hacía quenas necesitaba más chica.
¿Cuál de los instrumentos resultó más complicado de producir o arreglar?
El charango, podría ser. Tiene que sonar bien y para eso hay que hacerlo con muy buena madera, buenas cuerdas. Antiguamente se hacía con el tatú mulita, pero disuena, y habiendo humedad se dobla. La mayoría de los instrumentos con curvaturas se hacían con animal o con calabaza. Al charango hay que hacerlo de madera.
Una fotografía en blanco y negro distrae la atención de los instrumentos por un instante.
Esta es de 1917, mi padre se fue al sur y lo agarró la «Patagonia rebelde». El que está a su lado con la escopeta era un anarquista. Nunca supe su nombre.
¿Qué le contaba su padre de esa historia?
Mi padre no quería contar mucho las cosas. Era de Diamante y vino un ingeniero a poner las vías del tren y él trabajaba en la cuadrilla de peones. Mi papá, como muchacho de campo, era domador. (El ingeniero) le dijo «yo tengo una estancia, necesito gente de trabajo, ¿quiere ir con nosotros?». Y se fue. En eso, la Patagonia ardía. Él lo conoció a Facón Grande, el entrerriano. Contaba que una noche vino el ingeniero y le dice a papá: «Tenés que llevar a uno a Chile, te vamos a dar la plata, galleta, carne y dos caballos. Y no volvás porque la cosa está muy fea». Y lo cruzó. Estuvo un tiempo en Chile y después volvió a Diamante. Nosotros somos de ahí. Ahora, los hermanos de mi papá que se habían ido al sur, nunca se supo nada más de ellos. Seguramente los fusilaron, el Ejército era bravo.
Además de luthier, me dijeron que usted era mago.
Para divertir a mis hijos, que tengo cinco, empecé a estudiar por correspondencia prestidigitación y llegamos a tener una compañía de mago. Salíamos de gira con mis hijas, las cortaba en tres. Soy conocido por “El mago Zapata”. Íbamos a las escuelas a hacer espectáculos de magia para los chicos.
Y también veo que es un apasionado del tango.
Tengo tres mil partituras guardadas. Eso viene de aquel señor que está allá tocando el bandoneón, es mi suegro –indica señalando una fotografía en la pared–. Cándido Cagnani. Su bandoneón lo tengo acá, es una reliquia. Hice una investigación sobre el tango en Paraná. Me llevó bastante tiempo, ya habían muerto todos los viejos músicos. Mi suegro me había contado, con él pasábamos horas charlando, cómo era el tango. Hasta fines de 1910 no se tocaba; eran mazurcas, valses, algunas piezas españolas, pero el tango no se tocaba. Él me transmitió quiénes fueron los primeros músicos, qué instrumentos tocaban, dónde habían aprendido, y las anécdotas.
¿Qué hizo con ese material?
Tengo un cuadernillo por ahí. Había un profesor de bandoneón… ¡Qué diablos! La mayoría eran cafishios. Éste era peluquero, tenía una peluquería en España y Gran Chaco. Salerno. Tenía una clave: si uno decía «Salerno, me vengo a cortar el pelo»; «Sí, sentate», y le cortaba. «Salerno, pelo y barba»; «Abrí las puertas que están las mujeres». ¡Tenía un prostíbulo en la peluquería! Y había muchos peluqueros que eran músicos, bandoneonistas, mandolinistas. El mandolín, en Paraná, se tocaba mucho.
Volviendo a la luthiería: ¿es un oficio en el que se metió de grande, entonces?
En el 86, después del correo me dediqué de lleno. Y había estudiado música, eso me valía mucho. Ya tenía más de 50. No vino de herencia. No tenía problemas para arreglar un instrumento, templarlo y tocar algunas cositas. No me daba trabajo por la enseñanza que traía de la Escuela de Música de Santa Fe y lo que había aprendido en Buenos Aires. Tuve muy buenos amigos luthiers, iba a los talleres, me recibían muy bien, aprendía bastante ahí.
¿Qué es lo que más disfruta del trabajo?
En la luthiería uno se reúne con gente de ideas siempre para hacer algo. Lo que más me gusta es construir instrumentos étnicos. Antes de construir una guitarra, me apasiona construir una buena quena o una flauta traversa o un saxo de bambú.
¿Hay muchos luthiers en Paraná?
El luthier es para los instrumentos. Acá hay carpinteros, que tanto arreglan una cama, una mesa o una guitarra. Pero eso sería un carpintero que se adapta a la luthiería. Luthiers no hay muchos. Hay un boliviano que vive en Paysandú y Ramírez, que trajo el oficio de Bolivia.
¿Le ha tocado algún músico reconocido?
Era muy amigo de Echaire, un guitarrista de primera; Walter Heinze; el Zurdo Martínez.
¿Usted les reparaba los instrumentos?
Se los reparaba, ellos traían instrumentos muy buenos. Acá poseo una guitarra que va a ir algún día a algún museo, es de 1916 o 17, de Molinari, un luthier de Concepción del Uruguay. Es histórica, debe ser de las pocas que han quedado, nunca conseguí otra; esta estaba en una compraventa hace unos años.
Si alguien quisiera iniciarse en el oficio ¿Qué le recomendaría?
Si quisiera aprender bien el oficio hay una escuela de luthiería en Tucumán. O si no, ir a la casa de algún luthier y que le enseñe. Los luthiers son gente muy macanuda, salvo los italianos que no daban los secretos.
¿Tiene secretos usted?
No (ríe y queda en silencio, cambia de tema, muestra otro instrumento y lo prueba). Esta es una cornamusa, un instrumento árabe. Se tiene que calentar esta pajita que tiene acá. El árabe que me lo encargó trajo el nombre nada más. Lo busque en internet. Busqué “construcción de una cornamusa”, y estaba. Quedó muy conforme, porque la hice y me salió bien. El abuelo tocaba, en una carta está tocando el viejito y abajo estaba escrito “melodía con cornamusa del abuelo”. Lloraba el árabe cuando se lo hice. Esas son las satisfacciones que uno tiene.
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Que entrevista preciosa. Muchas gracias por esto. Es un modo de ir haciendo un mapa de las reliquias (en el sentido del Age of Empire) que hay distribuidas en Paraná. Detras de esas puertas por las que capaz pasamos todos los dias.
Un abrazo
Será posible encontrar un Luthiers de violín en Paraná
Les agradecería me hagan saber
Desde y amuchas gracias