Martín Güemes y el hornero

TEXTO PABLO RUSSO

FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO Y ARCHIVO PÁGINAS DE ORO

 

 

La soledad a la que quedan expuestos algunos monumentos públicos parece inconmensurable. Los bodoques de material a los que se les ha dado forma de prócer o de personalidad destacada para que, de este modo, vuelvan presente la ausencia física y los ejemplos en vida de estos, van sincretizando su estar ahí con el paisaje circundante. Con el tiempo, estos bustos y estatuas toman el nombre propio de sus representados: Justo José de Urquiza en su pedestal del Parque, José de San Martín en la Plaza de Mayo, y así sucesivamente.

En Paraná, Martín Güemes -que es un busto- está en la bajada de la calle que lleva su nombre y que es, a su vez, continuación de su patria chica: Salta. Se trata esta de una arteria que históricamente fue camino directo entre el centro y el puerto de la capital entrerriana y cuya geografía marca una suerte de frontera civilizatoria imaginaria entre la zona del Parque Urquiza y la otredad. Cuando fue dispuesto, el 25 de mayo de 1925, el marco era distinto y la pequeña plaza se lucía en su panorámica al río; sin embargo, hoy parece que el caudillo salteño trepa hacia la cima del cañadón del arroyo La Santiagueña como vanguardia de su División Infernal de Gauchos de Línea oculta entre el cañaveral circundante.

 

 

Hay otro Güemes, mucho más céntrico respecto al poder político: en la Plaza Carbó, que fue dispuesto en 2011 a instancias de Gendarmería Nacional que pretendía primariamente trasladar al original -y casi lo logra-, pero ante la negativa de varios sectores y, mediante habilitación del intendente José Carlos Halle, se emplazó un busto dorado -de yeso o resina- sobre alto mármol oscuro. Para los actos oficiales, parece más cómodo recordar ahí al héroe patrio. Al menos desde Gendarmería solo tienen que cruzar la calle.

El arroyo La Santiagueña corre entre deshechos urbanos en su último tramo hacia el gran río, luego de pegar el salto -algunos metros antes, en su cruce con calle Nogoyá-, allí donde hace más de una década surgió una tribu urbana con la premisa de sanarlo. En ese trayecto la geografía desliza su barranca hacia el bajo, en Laurencena, en un trasfondo que combina gallineros, chanchos, caballos, viejos vehículos del siglo XX y precarias construcciones en la zona baja del barrio Maccarone, con senderos que proponen atajos entre los asfaltos de Güemes y Laurencena, por el que pocas personas se atreven.

 

 

Güemes (la calle), serpentea hasta encontrarse con el empedrado portuario, los rieles expuestos del antiguo tranvía y la vieja sala de embarques, hoy Sala Mayo. Por debajo de su asfalto, cerca de Moreno, transita un afluente que conecta el Paseo Marcelino Román con la La Santiagueña. Una garita de transporte público urbano de pasajeros suele reunir personas en diagonal al busto; y un funcionario policial sabe cumplir sus horas en las inmediaciones de esa curva, al pie de las torres en las que la calle Manuel Alberti concluye su presencia en forma de escalera pública.

El busto de bronce, colocado sobre un gran pedestal de granito natural, es obra del escultor Antonio Sibellino (Buenos Aires, 1891-1960). Fue inaugurado con la presencia del entonces gobernador de Entre Ríos, Enrique Mihura, y el de Salta, Adolfo Güemes -nieto del homenajeado-, cuando ese rincón de la ciudad era un espacio destacado por su conexión entre el puerto y el ferrocarril. Quince escalones enlazan la vereda de la calle con la plaza bordeada de gruesas cadenas y acompañada con un mástil en el que flamea, si el viento habilita, la bandera argentina. Aunque sabemos de quién se trata, no ha quedado ni placa ni nada que sirva de indicación. Este hecho no es reciente e, incluso, la misma cabeza sufrió un intento de sustracción en la década del cuarenta, como bien constató Amaro Villanueva.

 

 

«Martín Güemes es degollado en Paraná», escribió el cronista gualeyo en El Litoral de Santa Fe, el 17 de junio de 1945, cuando se cumplía un nuevo aniversario de su muerte, recordando sucesos del año anterior. Villanueva señalaba que el busto está «emplazado en una pequeña y oscura plazoleta que lleva su nombre y que se encuentra ubicada casi al extremo de la arteria también homónima, en las cercanías del Puerto Nuevo». Advierte el autor en su artículo -recopilado por EDUNER en 2020 bajo el título Intimidades monumentales de Paraná– que una palma de bronce que ornaba el fuste del pedestal ya había sido sustraída. «Por aquellos días el precio de los metales había alcanzado un nivel más alto y una mano alevosa no trepidó en profanar el monumento al héroe de la independencia para “recuperar” el bronce de su palma y “reducirlo” a los treinta dineros de la traición», indicó.

Pero el ataque casi letal lo descubrieron los empleados que tenían que acomodar el espacio para un posible homenaje: el busto había sido degollado. «La fuerte testa del héroe fundida al calor del arte se hallaba, en efecto, volcada hacia atrás y unida solamente al busto por un espigón o pértiga de hierro que reforzaba interiormente la escultura hacia la parte posterior del cuello. La sección había sido realizada a simple filo de cuchillo, debiéndose sólo a la impotencia del instrumento el hecho de que la profanación no fuera consumada en grado absoluto», detalló Villanueva. Agregó que el delincuente intentó quebrar el hierro con un movimiento, que el inconveniente le demoró el ultraje y que comenzaron a circular obreros «cuyo tránsito constituyó la única defensa de que dispuso en ese vandálico trance el busto del general Martín Güemes».

 

 

Por suerte, el rostro adusto de Martín Miguel Juan de Mata Güemes Montero de Goyechea y la Corte sigue observando hacia la curva de la calle, a pesar de los reducidores de bronce y del intento de reubicarlo. Se diría que el caudillo que defendió la frontera norte contra el imperio español en tiempos en que San Martín cruzaba a Chile, busca con su mirada la aparición del colectivo para poder avisarles a los de la garita, que solo pueden adivinar su presencia por el sonido que produce la fuerza del motor en subida. Aunque, por otro lado, también es cierto que el general parece conversar con un hornero que ha decidido montar su hogar en la firmeza de su hombro derecho. Cerca de la barba y de la mejilla de bronce se erige la vivienda de barro de un furnarios rufus, ave nacional desde 1928. ¿Qué se podrían estar contando? ¿Opinarán respecto al aburrimiento del uniformado de turno parado en la cuesta? ¿Sobre el control de motovehículos instalado furtivamente tras el giro asfáltico? ¿A propósito de los equinos que suelen alimentarse del pasto que en ese tramo de ciudad da respiro a tanto cemento? ¿O de que uno es modelo de los billetes de mil pesos y el otro apenas llega a 200? El asunto es que el ex gobernador salteño que libró una guerra de guerrillas (la Guerra Gaucha) deteniendo media docena de invasiones españoles, tiene con quien intercambiar impresiones sobre el paisaje, luego de ser testigo, durante casi cien años, de los cambios rotundos en esa zona de Paraná.

 

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