21 de noviembre de 2024

Riña

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO

 

 

Nací, crecí esperando el reto, muerte o victoria.

Ya la mirada del amo y el galpón me están gritando,

se me angustia la ansiedad con el coraje

y aquel adiós protector del gallero en el plumaje.

Camarón, Chabuca Granda

 

«Suelten los gallos de frente», dice el juez y al instante los animales se trenzan en una feroz pelea que incita a las apuestas entre los varones que rodean la valla. Son las ocho de la mañana de un domingo caluroso en el que unas noventa personas se reúnen debajo de un tinglado, dispuestos a pasar el día dando curso a la pasión que cultivan en forma clandestina: la riña.

A poco de iniciada la disputa, uno de los contendientes da un golpe certero con su pico armado de una prótesis de acero que le vuela un ojo a su contrincante. El otro no se rinde, ni huye. No puede hacerlo, solo su dueño tiene el poder de decidir terminar con la contienda. Son las reglas que nadie explica ni cuestiona, y que se respetan a rajatabla. Finalmente, el propietario del gallo -ahora- tuerto, propone cerrar la pelea antes de tiempo por el 80% de la jugada total. Al instante se saldan esa y todas las demás deudas entre ganadores y perdedores monetarios del reto. La escena ocurre con música de cumbia a suficiente volumen como para tapar los gritos de aliento de cada parcialidad, en un rincón orillero de Paraná.

 

 

Encuentro

La ciudad no despierta todavía. Solo unos pocos madrugadores o quienes aún no terminaron su noche andan por las calles. Antes que asome el sol comienza la reunión gallera en uno de los suburbios de esos a los que no llega el asfalto ni está planificado que lo haga en la próxima centuria. El olor a tierra y animales se mezcla en el aire del amanecer. En la parte trasera de una casa se congrega gente con cajas y jaulas. Es domingo, día de riña.

El pesaje comienza poco antes de las siete de la mañana. En una pizarra se van anotando los desafíos: los gallos «emparejan» cuando tienen el mismo peso o menos de dos onzas de diferencias. El pesaje es en libras y se hace en una vieja balanza de verdulero que cuelga del cobertizo en el que se juntan los amos de los gallos, amigos y espectadores. Los animales varían entre los tres y los siete kilos, aproximadamente. Se arman 27 peleas para esa jornada. La música se escucha en grandes parlantes con bluetooth que apuntan hacia la calle. Está claro que en el lugar hay un evento, quien vea las jaulas en la parte trasera sabrá de qué se trata.

 

 

Las riñas de gallo fueron traídas a América por los españoles. Las peleas más antiguas de las que se tienen noticias ocurrían en Asia hace más de dos mil quinientos años. En la mayoría de los países latinoamericanos son legales, aunque en la Argentina están prohibidas por la Ley 14.346, sancionada en 1954 para proteger a los animales de los malos tratos y actos de crueldad. Esta normativa establece la pena de prisión de 15 días a un año y considera como acto de crueldad -en su artículo 3°, punto 8- «Realizar actos públicos o privados de riñas de animales, corridas de toros, novilladas y parodias en que se mate, hiera u hostilice a los animales». A pesar de esta legislación nacional, en Santiago del Estero la Ley provincial 5574 (de 1986) permite explícitamente las riñas: la Dirección de Deportes extiende los permisos del caso y administra los ingresos generados por la recaudación. En las provincias del Norte, las riñas son una tradición arraigada. Ahí, se dice, la gente anda con un gallo bajo el brazo como los uruguayos llevan el termo y el mate. También ocurren en Paraná, aunque no se promocionen públicamente ni estén a simple vista.

 

 

Riña

Tres vallas están preparadas para recibir a cada pareja de animales. Se los conoce como arena, ruedo, redondel, palenque, coliseo o gallera. Dos de ellas son de lona y una tercera de madera tapizada. Miden aproximadamente dos metros de circunferencia y tienen alfombra como piso. Alrededor de estos círculos hay algunas sillas o asientos armados con palets, que están reservados para los propietarios de los gallos y sus asistentes. «Dueño gallo» se lee escrito a mano alzada en el respaldo de una de estas butacas, para que nadie se confunda. El resto de los espectadores quedan de pie o en cuclillas.

A las ocho en punto se largan las riñas. Se cuelgan entonces tres relojes comunes de pared, uno para cada gallera, en el muro o en un poste cercano, indicando un tiempo que será el de la pelea, distinto a las horas del día: 40 minutos con cortes cada 15. Algunos desafíos atraen más público que otros, en general, por la popularidad del dueño del gallo y no por el animal en sí mismo.

Antes de largar los contendientes a la alfombra ocurre un meticuloso apresto: cada amo, sosteniendo al gallo contra su cuerpo, lo limpia con agua que un colaborador trae en tachos de pintura de diez litros. Luego le coloca las prótesis de acero para la pelea: un pico y dos espuelas, que son frotadas cuidadosamente con alcohol y adheridas con cinta aisladora en las patas. Se usan una serie de herramientas para hacer más simple esta labor, como tijeritas y alicates que se guardan en cajas de pesca o, incluso, alguno tiene colgando de su cuello.

Preparar un gallo no es sencillo ni barato. La variedad de vehículos estacionados en las cercanías da cuenta de la amplitud social del encuentro: hay desde motocarros hasta autos de alta gama. Los criadores se denominan stud, del original en inglés de ese concepto, y tienen nombres de los más variados como «Los vagos», «El corrupto» o «La abuelita». Estos motes aparecen tuneados en los elementos en los que transportan a los animales, que pueden ser viejas cajas de madera parecidas a lustradores de zapatos, bolsos de mano con agujeros o cajones construidos a medida que llevan aserrín para comodidad de las aves finas. También están impresos en remeras, chalecos y gorros, acompañados de frases del estilo «Soy gallero de corazón», «Trabaja duro y en silencio gallero. Deja que tu éxito haga el ruido» o «Para la gente son solo gallos. Para mi, pasión y vida». No falta quien porta un colgante con la representación de un ave y quien luce el tatuaje de un gallo en su antebrazo.

 

 

La mayoría de los presentes son dueños de ejemplares y el resto son conocidos o asistentes. Prácticamente nadie es ajeno a ese mundo. Todos, excepto mujeres y niños, que casi no hay, pagan la entrada de 500 pesos. Para este encuentro, que ocurre en una de las cuatro o cinco sedes habituales en las que se organizan riñas de gallos en esa barriada, llegó gente desde Santa Fe y Nogoyá. 

«Quítame gallero trabas, para reñir fui criado, tengo la caña cuadrada y el pecho muy levantado. Ten fe en mi casta, gallero, que soy de buena camada, deja ya de acariciarme y quítame gallero trabas», canta la peruana Chabuca Granda en Camarón, poniéndose en la piel del gallo. La pelea del dueño de casa contra un santafecino atrae la atención de la mayoría. Hay alientos y apuestas. Los gallos se enfrentan en sangriento silencio. Se buscan, se trenzan, se pisan. Salvo por la sangre que les va cubriendo la cabeza y las partes del cuerpo lastimadas, por momentos parecen bailar. Los animales suelen ser predominantemente negros, con plumaje marrón y colorado. La gallera se va llenando de plumas en la alfombra y también quedan algunas heces. Cada pelea tiene una base de tres mil pesos de apuesta por contendiente, a lo que se le suman otras de los espectadores entre sí o con los que están compitiendo. Uno propone una apuesta al aire, mira a su alrededor para saber si alguien acepta, o le tira la jugada en la cara directamente a un conocido. Se consiente sin más ceremonia que la palabra, y una vez finalizada la pelea se liquidan cuentas y se dan la mano inmediatamente. Nadie anota ni lleva un control de eso, y los retos van desde 500 a 5 mil pesos. Los dueños de gallos también deben pagar al árbitro de la contienda, que cobra 300 pesos por riña. El juez observa desde afuera o puede seguir el desenlace desde dentro de la gallera. Cuando corta para el descanso, lo primero que hace es revisar que ninguno de los dos tenga un ala rota, ya que eso les haría perder la pelea. Lo mismo pasa si un gallo mantiene debajo de una de sus alas al otro durante un tiempo determinado. Esto último suele ocurrir cuando los animales ya están cansados.

En ese interín en que los gallos respiran, los patrones los vuelven a lavar. El agua enrojecida chorrea de los animales. Uno de los bichos no deja de temblar. De miedo, de impotencia, de bronca, de ganas de no haber nacido o de seguir peleando con lo que le queda de aliento. Cuando a la orden del juez vuelven al ruedo, se renueva el interés.

En la pelea de al lado, una de las parcialidades se entusiasma con los gritos hasta que sale la dueña de casa a pedir que bajen la voz. «Ey, están exagerando», les dice el árbitro. Las expresiones del amo para con cada gallo pueden considerarse hasta corteses; el trato es de usted: «¡Hágase gallo!», «¡Fino, gallo!», «¡No se rinda, gallo!», «¡Dele nomás!». Impera el respeto, la confraternización y la alegría entre los varones presentes. También es cierto que todos disfrutan menos los animales, a quienes les toca la parte del dolor. «Me pegaron justo donde nace el muslo», explica uno que salió rápido de su combate, como si el que peleara fuese él mismo y no su gallo. «Es como que te peguen en los tobillos», compara.

Después de las nueve los mates lavados van quedando de lado. Con la cantina habilitada en el comedor de la casa empiezan a circular las cervezas de litro y el fernet con coca. Una hora más tarde, el olor a empanada frita de pescado y hamburguesas con papas fritas forma parte del ambiente. Se prende un gran ventilador para mitigar el calor en aumento. El entusiasmo inicial se va disipando lentamente ante la continuidad de las peleas. Algunos de los que pierden guardan sus cosas y se van; otros se quedan a mirar el resto del programa. Sobre una mesa del fondo están los tres premios destinados para el final del día, que serán para los más rápidos en ganar sus combates.

En la anteúltima pelea un gallo sale bastante maltrecho. El resto, luego de demostrar su valía, tendrá que recuperarse a base de antibióticos. Cada gallo puede aguantar una pelea por fecha. Si un gallo pierde un ojo, podrá enfrentarse contra otro tuerto; si se le quiebra un ala, sirve únicamente para reproducción. Los animales que a los dos o tres días no levantan el ánimo y comen, difícilmente sobrevivan al sacrificio. Los que se recobran podrán seguir o revertir sus rachas en próximos encuentros.

 

 

Entrenamiento

A los gallos que crecen en esta costa se les suman los que llegan desde Corrientes, aunque también existe un tráfico que viene de Brasil, a cargo de los camioneros. Allí, según comentan quienes saben del tema, tienen «una buena línea de aves». Esos animales pueden costar hasta 80 mil pesos. Para que se reproduzcan, alguno ha dejado a los suyos criarse libres en las islas del sur de la ciudad, aunque la cuestión de la propiedad no está del todo garantizada en ese espacio.

Un gallo de riña entrenado, habitualmente, comienza sus enfrentamientos al año de vida y, si es bueno, puede llegar aproximadamente a un lustro en actividad. Para prepararlos se los hace «volar», se los ejercita a pelear con guantes (con gomas en las patas y picos), se los hace caminar y escarbar en la arena para que se robustezcan, y se los para en cordeles gruesos para que ganen equilibrio y fuerza en las patas. Hay entrenadores que tienen más de veinte gallos, aunque van adiestrando uno o dos para cada cita. La alimentación va desde el maíz hasta la banana con miel y muchos dueños les cuidan el cuerpo más que el propio, sin reparar en gastos.

Ese es el dilema del protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, la célebre novela corta del colombiano Gabriel García Márquez -traducida al cine por el mexicano Arturo Ripstein- que narra la historia de un veterano de la Guerra de los Mil Días que sobrevive junto a su esposa en su casa de un pueblo a orillas de la costa atlántica. Sin ninguna fuente de ingresos, su única esperanza es un gallo de pelea, heredado de su difunto hijo, que el protagonista ha estado criando en su casa durante varios meses con la intención de obtener un beneficio de las apuestas. El relato da cuenta de la disyuntiva de si vender el gallo o seguir alimentándolo con lo que va empeñando el matrimonio para su manutención, incluso a costa de dejar de comer.

Lejos del Perú de Chabuca Granda y de la Colombia del coronel de Gabo, la reunión del domingo en Paraná se disipa lentamente alrededor de las cinco. Después de la entrega de premios los concurrentes se van por donde llegaron, algunos habiendo ganado dinero y otros con los bolsillos vacíos, atentos a renovar el entusiasmo gallero en la próxima convocatoria del grupo de WhatsApp. Pero ese será otro cantar.

 

 

 

.

Compartir Compartir en Facebook Compartir en Twitter Compartir en Whatsapp
Comentarios (1)
  1. Alejandro dice:

    Detallada narrativa de una actividad difícil de aceptar , Felicitaciones Pablo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *