TEXTO MARÍA CAROLINA MALDONADO
FOTOGRAFÍAS MARCELA PUCCI
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Recorrer el boulevard santafesino un domingo de sol por la tarde, mate en mano y sin prisas, despierta en el imaginario casi las mismas emociones que atravesar algunas de Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino. Aun cuando algún transeúnte pueda sospecharlo de rutinario, hay algo de magia que aparece en el aire cada fin de semana en el centro de la metrópoli y, justo en ese instante, uno se siente viajero aunque sea por un rato.
En su extremo oeste, el ex molino harinero convertido hoy en Fábrica Cultural, abre sus puertas para recibir a grandes y chicos. La invitación es clara: explorar, descubrir, borrar los límites de la edad, perderse en un universo fantástico de la mano de la imaginación, la creación y el desafío del encuentro con el otro. Usina de instantes compartidos, de recuerdos infinitos.
El viaje recién comienza. La pasarela peatonal se va llenando de huellas y el mate es un protagonista más en el desfile por la alameda. Senda obligada hacia el Puente Colgante, destino ineludible de caminantes y corredores, se hace constante en ella el ir y venir, el caminar, el correr, el trotar. Hacia el este van quienes buscan llegar a la costanera sin romper su rutina. Hacia el oeste regresan quienes, ya cansados tal vez, acompañan el ritmo con los infaltables auriculares que musicalizan el andar. Diversas maneras de recorrer el espacio se unen. En pareja, con amigos, en familia, solos. El camino tiene múltiples rumbos y todos se combinan en un mismo lugar.
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Paso a paso nos vamos acercando al centro del boulevard. La geografía de la Plaza Pueyrredón se modifica cada séptimo día en torno a la ya clásica Feria del Sol y la Luna. Artesanas y artesanos exponen sus producciones en puestos que dibujan laberintos sobre el suelo. Mientras vendedores ambulantes ofrecen pochoclos, garrapiñadas y algodón de azúcar, los aromas invaden el espacio, la música baila en el viento y artistas callejeros regalan risas a grandes y chicos. Las regalan, claro, mientras pasan la gorra.
Es inevitable recuperar el valor de lo artesanal mientras se va recorriendo el camino demarcado por los puestos. Los materiales nobles trabajados como la madera, el hierro, el cuero, la alpaca y la plata, entro otros tantos, invitan a imaginar a cada artesano, en la soledad de su taller, forjando sus obras con la ilusión de que alguien se enamore de ellas y las elija.
En ese clima de paseo quimérico, hay algo de viaje en el tiempo, del alma de lo primigenio, y mucho del valor agregado que lo artesanal y lo autogestivo envuelven a cada obra. Tal vez, la suma de esas temporalidades irradia la magia que carga de identidad santafesina y de fuerza creadora a ese rincón de la ciudad.
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Entre árboles añejos y luminarias modernas, el paisaje arquitectónico fusiona edificaciones de fines de siglo XIX junto a construcciones contemporáneas. Las nuevas ocupando el espacio aéreo, las otras, tratando de preservarse en el paso del tiempo, convirtiéndose en patrimonio simbólico y material a la vez.
La ciudad crece y aun así sigue siendo chica. Es inevitable encontrarse con amigos o conocidos en alguna esquina y compartir un mate al mismo tiempo que palabras, sonrisas, momentos.
Si algo no ha dejado de crecer en los últimos años es la oferta gastronómica en el sector. Bares, pastelerías, heladerías-cafeterías y cervecerías artesanales van trazando en el panorama parte del eslabón fuerte de la industria santafesina. Si el clima acompaña, las veredas lucen mesas y sillas. Sino, los salones se llenan en todos los horarios.
De alguna u otra manera, el recorrido nos sorprende cada fin de semana. Es que siempre algo nuevo emerge en el camino. Santa Fe parece ser la ciudad de las ferias: a la de la plaza Pueyrredón se le suman las de diseño, las de ropa de segunda mano, las de libros usados, la famosa «Verdecita» con sus verduras directas de productores. Todas se conjugan para seguir adicionando color e identidad a la tradición instalada. Y el boulevard no deja de ser escenario presente para ellas.
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Mientras tanto, las puertas del Museo de Arte Contemporáneo permanecen abiertas. Y aunque el espacio no se llena de gente, no faltan curiosos y amantes del arte recorriendo sus galerías, descubriendo miradas, dejándose llevar por las almas creadoras a nuevos universos posibles.
Cerca del final del camino, la Estación Belgrano nos ofrece, por un lado, el paseo por el Centro Experimental del Color: muestras de artistas visuales de la ciudad como parte de la oferta cultural local. Por otro lado, la realización de algún que otro evento de especial magnitud en lo que antes fueran sus andenes.
Otra vez, pasado y presente unidos en arquitectura, paisaje y tradición. Otra vez, los espacios se reconfiguran en el tiempo.
Sin dudas el camino tiene su propia impronta. Y las huellas de cada caminante le dan sentido y valor al paisaje recreado en este espacio encantador.
Es domingo y el sol nos envuelve en su calidez una vez más. Casi como un plan inevitable el Boulevard Gálvez nos invita a recorrerlo. Y ahí vamos, con ojos nuevos y la calma que demanda un día de descanso.
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