TEXTO Y FOTOGRAFÍAS MARIANA BOLZÁN
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«Qué extraños que son los grandes», dice un hombre vestido de sobretodo azul y pantalones verdes. «Que extraños que son» dice el hombre que cuelga de una rueda alemana que lo lleva girando por el suelo pedregoso del centro de la plaza Sáenz Peña. Qué extraños que son los grandes, dice, y entorna los ojos hacia un punto medio entre la nada y el público que es, por ese instante, su interlocutor. El hombre es «el Principibito», protagonista de una versión libre de la historia de Antoine de Saint-Exupéry. La acción ocurre alrededor del monumento que da nombre a la plaza; los espectadores van siguiendo a los actores, que se mueven en sentido circular atravesando una especie de postas en las que el protagonista mantiene diálogos con los personajes conocidos de la historia.
La obra es una de las que cierra el primer día del Festival de Teatro Callejero Corriendo la Coneja*, que se realiza en Paraná desde hace cinco años durante la Semana Santa. Nadie está quieto: cuando los espectadores parecen alcanzar la comodidad –habitual en otros espacios como el teatro con sus butacas– advierten que la acción continúa su viaje circular y deben volver a pararse. Una procesión de niños y padres persiguen a los personajes que giran con maestría sobre la rueda alemana que los traslada.
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Desde el jueves santo, las arterias rojas y los verdes de una de las plazas más emblemáticas de Paraná se puebla de adultos y niños que se apostan especialmente para ver las obras que compañías nacionales e internacionales ofrecen por las tardes. También algunos paseantes ocasionales se convierten espontáneamente en espectadores. Y ese es, según Paula Righelato –de la organización del Festival–, una de las búsquedas del teatro callejero. «Este es un espacio de trabajo, la calle es un espacio de trabajo. Nosotros como artistas de teatro callejero salimos a la calle por elección, en primera instancia para que aparezca todo tipo de público y no haya paredes limitando el acceso y para generar una atmósfera o un mundo que irrumpa en lo cotidiano».
La Sáenz Peña está habituada a ser territorio de expresiones y actividades. Es una plaza en la que confluyen, en aparente armonía, una diversidad de situaciones que van desde una feria americana organizada por una ONG, una clase de meditación y otra de entrenamiento personal, hasta una práctica de parkour o el ensayo de una cuerda de tambores.
Elegir el espacio público para desarrollar un Festival que congregará todo tipo de espectadores es, de alguna manera, una propuesta a contrapelo de los tiempos atravesados por la virtualidad. También es un desafío: los niños llegan con sus padres, algunos llevan sillones, otros eligen el piso o las gradas puestas para la ocasión. Algunos se aburren y miran lejos el paisaje que les ofrece la plaza de todos los días, desean con fervor la calesita, luego vuelven a prestar atención a lo que los actores proponen. Todo sucede en el mismo momento y así se propone. Los niños son espectadores activos que deciden a dónde va su atención, y aún así permanecen presentes. Son partícipes del «convivio», categoría que el teórico de teatro Jorge Dubatti utiliza para explicar el hecho teatral. Para que ocurra, es necesario el cuerpo, el tiempo y el espacio. Y en el espacio público, la experiencia eleva la apuesta.
Así lo plantean los hacedores de las cajitas Lambe Lambe, otra de las propuestas que ofrece el Festival y que ocurre en simultáneo con las obras de teatro. La experiencia de las cajas Lambe Lambe es para un solo espectador que se sienta frente a una caja que contiene muñecos, objetos, luces y sonidos y que observa por una mirilla la situación teatral que no dura más de cinco minutos. Los «actores» de miniatura son manipulados desde el otro extremo por el dueño de la caja. «El origen de las Lambe Lambe es brasileño, y se suele usar en ferias y varietés. Lo valioso de esta técnica es que puede trasladarse a distintos lugares» dice Pola Ortiz, una de las creadoras de la caja, que acaba de brindar un espectáculo a la escala de una niña de tres años que apenas llegaba a la mirilla y que estuvo detenida en el mundo adentro de otro mundo que le ofrecía la caja de luces y sonidos.
A un costado del escenario, una infinidad de palabras tapizan el césped. Carteles escritos con verbos, sustantivos, adverbios y conectores se despliegan sobre el suelo ofreciéndose como ladrillos para armar un texto. Es el Taller de Poesía Pequeña que desde hace algunos años acompaña el Festival a través de una propuesta para construir poesía. Rocío Lanfranco y Natalia Garay llevan adelante este taller que se abre para que los niños puedan asociar a la poesía y a la literatura con el placer creativo y por fuera de la escuela o los contenidos pedagógicos.
Dos niñas toman un tubo diseñado especialmente para «susurrar» poesía. Una lee y la otra apoya su oído mientras mira lejos quién sabe qué paisaje de la plaza. Otro tiempo pareciera correr ahí, entre las palabras y la atención, en medio de la música y los movimientos histriónicos del payaso que a pocos metros se mueve en el escenario principal. «Lo interesante del Taller es la posibilidad de generar un espacio íntimo dentro de un espacio público y entender a la poesía como la que hace posible ese tipo de intimidad en cualquier lugar. Es un intento de que la literatura aparezca en un espacio en el que el teatro, la música, ya están instaladas. Nadie se sorprende porque haya una obra de teatro o un recital en la plaza o que haya una intervención de las artes visuales”, dice Rocío Lanfranco.
La tarde sigue en Corriendo la Coneja como un simultáneo de situaciones que emergen. El teatro callejero, que en la ciudad tiene su tradición con grupos que han apostado por espacio público como lugar de trabajo y creación por fuera de los sitios convencionales, sobrevive también por el impulso que da la necesidad de hacer comunidad en tiempos frágiles y fragmentados. «Correr la coneja es correr por la moneda, por la posibilidad de trabajar como artistas y de sostener espacios para los espectadores», dice Paula Righelato. El teatro callejero tuvo su fin de semana en Paraná en uno de los mayores espacios simbólicos de cualquier ciudad: la plaza. El territorio de arena que se abre y se repliega para albergar a todos los que quieran estar.
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*El Festival es promovido desde sus inicios por las compañías Teastral y Caracol. Desde hace algunos años, se sumaron a la organización Los macanos borondongos, Teatro La Rueda, Saltimbanquis, Charamuzca y Peperina, Rocita Pizzetta y Montoto y Magoya.
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