TEXTO GUSTAVO PIÉROLA*
FOTOGRAFÍAS CRISTELA PIÉROLA
La tarde estaba soleada, fresca, típica del otoño, antesala del invierno. Por la mañana habíamos llegado con mi hijo Alvarinho a la isla Soto del lado chaqueño del río Paraná frente a Derqui, un pequeño poblado de pescadores unos kilómetros al norte de Empedrado, Corrientes. También eran de la partida mis hijos Ernesto y Fernando, y los amigos Federico Laporta y Fabio Natella.
La idea era entrevistar a algunos pescadores, veteranos ya, que vivieron experiencias dolorosas como lo es el hallazgo de cuerpos que llegaban flotando desde más al norte durante la dictadura militar. Antonio, un pescador de Soto, joven, no más de treinta años, nos fue a buscar a Derqui y con él cruzamos el río en su canoa. En la proa de la canoa iba bien enrollado el mayón, herramienta de pesca indispensable en la zona.
El mayón es una red de pesca de unos setenta y cinco metros de largo por tres de altura. En la parte superior una soga recorre todo el largo con boyas amarillas y por debajo de la red, otra soga tiene plomos que la mantienen bien estirada abarcando mayor espacio. Para esta modalidad de pesca, los plomos deben ser más pesados para que la red se hunda y vaya por debajo de la superficie. Se llama pesca de arrastre ya que al mayón lo largan con una gran boya en la punta y la otra punta queda amarrada en la canoa, y así van río abajo a la deriva, a la velocidad de la correntada, siempre sobre las «canchas», que es el recorrido del río que ellos mismos han limpiado de ramas y raigones para que el mayón se deslice sin obstáculos. La pesca es la principal fuente de trabajo de toda la zona.
Amarramos en la casa del Tino y ahí, debajo de un enorme Curupí, luego de largas charlas, almorzamos un gran dorado a la parrilla hecho por el amigo Valecho.
Valecho, con sesenta y pico de años, había sido pescador, carpintero, artesano y por supuesto un gran asador. De altura más bien baja, muy morrudo, de manos curtidas que demostraban los años y las profesiones en su vida.
Su nombre es Pablo Sanchez y el Valecho proviene de su otro nombre: Valentín que le había puesto su madre Norberta en homenaje a San Valentín, ya que nació en esa misma isla Soto un 14 de febrero de 1951. Valecho era uno de los pescadores que queríamos entrevistar así que acordamos hacerlo por la tarde después de una siesta que despejara el almuerzo y especialmente los vinos.
Su casa estaba a unos cientos de metros de lo del Tino del otro lado de la isla. A media tarde nos fuimos caminando con Alvarinho hacia lo de Valecho; el sendero estaba rodeado de inmensos árboles que demostraban que Soto era una isla de muchos años y que a ese sendero no llegaban las altas crecientes. Pájaros y aves de todas las especies acompañaban al sol que poco a poco caía sobre el oeste. A lo lejos se sentían los gritos de los Carayás acompañando también la tarde en este hermoso lugar donde nadie los molestaba.
Valecho desde pequeño aprendió las profesiones isleras como trabajar la madera, cortar picanilla o la pesca. Su padre, don Jorge, fue su gran maestro y el de sus otros siete hermanos. Con una pequeña embarcación llevaban sus productos a Empedrado, donde los vendían a los acopiadores, a las madereras o en el mismo mercado.
Se especializó más en la madera, hacía muebles y artesanías con lo que le regalaba el río: sauces de la zona o cedros y otros árboles de madera dura y más noble que le traía el río desde el Paraguay o Misiones en épocas de creciente.
Se casó varias veces y con todas ellas tuvo hijos. Cuando le preguntamos la cantidad demoró bastante en contestar. En esos momentos, estaba en soledad, sus hijos y ex mujeres estaban repartidos en Empedrado, en Corrientes y en Buenos Aires. Vivía en una casa muy precaria de chapa y madera de no más de cuatro por cuatro metros.
«El río ya me llevó tres casas con las crecientes – dijo – a ésta no la va a llegar el agua por la altura, es chiquita pero es mía».
Su nombre nos llega por el relato de otros pescadores que sabían que Valecho había levantado varios cuerpos del río en aquella época de terror y muerte.
Cuando empezamos con las preguntas que nos habían llevado allá, él se quedó pensando unos minutos sin emitir palabras y mirando hacia el norte.
Comenzó su relato con los ojos brillosos y como tratando de volver atrás en el tiempo: «Ven aquella isla, en la otra punta se formaba una gran playada, yo tenía unos 25 años, íbamos con los muchachos y jugábamos a la pelota en esa playada y mientras tanto fijábamos un par de mayones para que trabajen mientras nos divertíamos un rato. En esa oportunidad es que se engancharon tres cuerpos en un mayón, eran muchachos de más o menos mi edad. Así en el transcurso de un par de semanas saqué siete cuerpos, todos varones. Tenían los dedos cortados y el vientre abierto, y esto no lo hacían los bichos, eran cortes muy bien hechos. A la mayoría se los llevó Prefectura y sé que los enterraron en el cementerio de Empedrado. A mí la Prefectura no me hizo nada porque tenía un par de parientes milicos ahí, sé que a otros compañeros que también encontraron cuerpos, los jodieron mucho, hasta los hicieron trabajar de castigo en la Prefectura para que a los cuerpos los dejen pasar nomás, que se los lleve el río, a partir de ahí, enterramos algunos en las islas. Todos sabíamos que esos cuerpos eran de masacres de los militares».
Mientras Valecho narraba todo lo vivido, y la emoción de todos por los recuerdos y pensando que Fernando podría ser alguno de esos siete cuerpos que él sacó del río, con una cuchilla y una rama de sauce de unos cuarenta centímetros fue haciendo un hermoso árbol, artesanía que había empezado a hacer con las enseñanzas de su padre cuando apenas pasaba los diez años. Cuando lo terminó me lo obsequió: “Esto es para usted – me dijo- para que no se olviden de Valecho y de esta isla, nuestra casa”.
Antes de despedirnos, saqué de mi bolsillo un pin con la imagen de Fernando y se lo obsequié. «Para mí, ¿quién es?», preguntó. «Ese es Fernando, a quien tanto buscamos junto a sus compañeros fusilados en Margarita Belén. Quién sabe, tal vez sea uno de los cuerpos que sacaste del río». Agradeció muy emocionado y con lágrimas en los ojos. «Les prometo que lo llevaré siempre conmigo, vaya donde vaya, el será mi amigo, mi guía», aseguró.
A la hora pactada llegó Antonio con su canoa para emprender el regreso. Nos abrazamos con Valecho, ya casi sin palabras, al pin lo tenía apretado en una de sus manos. Cuando la canoa se fue alejando de la costa nos saludó con el brazo en alto y, levantando la imagen de Fernando, nos gritaba casi llorando: «Lo vamos a encontrar, lo vamos a encontrar».
No muy lejos, con los últimos rayos de sol, se escuchaba el griterío de los Carayás que se mezclaba con los saludos y la figura del querido Valecho que se perdía en la curva de la isla Soto, en el Chaco argentino.
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*Este relato forma parte de una serie de escritos relacionados a la búsqueda de los restos Fernando Piérola, uno de los 22 jóvenes fusilado por la última dictadura cívico militar en la Masacre de Margarita Belén (13 de diciembre de 1976, en Chaco). La pesquisa en el río que encaran los familiares tiene que ver con las certezas de que después de fusilados, los cuerpos fueron tirados al Paraná. Esto se comprobó con la identificación de los restos Julio Andrés Bocha Pereyra, de Formosa, que fue encontrado en el río por pescadores y enterrado como NN en el cementerio de Empedrado. Asimismo, en 2018 se identificaron los restos de Carlos Terenchuk, que transitó la misma metología: lo hallaron los pescadores, se lo entregaron a Prefectura y quedó como NN en el camposanto de la ciudad correntina.
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