Philip K. Dick, historiador virtual

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TEXTO OSVALDO VARTORELLI

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A finales de la década del noventa la expresión «historia virtual» ganó notoriedad en el campo historiográfico de la mano de Niall Ferguson y un grupo de historiadores que decidieron consumar un trabajo colectivo titulado Historia virtual. ¿Qué hubiera pasado si…?. La obra invitaba a reflexionar sobre las implicancias del ejercicio histórico contrafáctico: operar historiográficamente sobre escenarios alternativos a los que ocurrieron finalmente. En consecuencia, Ferguson criticaba el determinismo y proponía esbozar una «teoría caótica» para la disciplina histórica.

El mote de historiador para Philip Dick podría tomarse como provocativo, dado que el renombrado autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?; Fluyan mis lágrimas, dijo el policía y Ubik jamás escribió un libro de historia o se propuso abordar el pasado de manera metódica. De hecho, estaba bastante lejos de aquellos «novelistas del realismo» del siglo XIX que rivalizaban con los historiadores, como ha sostenido Ivan Jablonka, o inclusive del mismo H. G. Wells; vale recordar que Marc Bloch, historiador consagrado y fundador de la Escuela de los Annales, utilizó este mote para Wells, que proponía sistematizar una historia de corte universal. En este caso, la genialidad de Dick radicaba en su prolífica y original producción de trabajos de ciencia ficción: su principal anclaje eran las distopías futuristas.

Sin embargo, su primer éxito editorial no trataba sobre el uso de las drogas o la hegemonía de las megas corporaciones a las que nos acostumbraría. Influido por la obra de Ward Moore (Lo que el viento se llevó), la novela El hombre en el castillo, publicada en 1962, ayudaría a sentar las bases de la ucronía que luego exprimirían escritores como Philip Roth o Robert Harris, pasando por el cine de Quentin Tarantino y John Milius. El libro tuvo una recepción muy buena y rápidamente se transformó en un hito, lo cual hizo que Dick ganara el Premio Hugo al año siguiente. La experiencia autoritaria del macartismo en la década del cincuenta, el aumento de las tensiones entre Estados Unidos y la Unión Soviética y la posibilidad de un holocausto nuclear como demostraría la crisis de los misiles en Cuba fue un terreno muy fértil para el consumo de la novela por parte del público estadounidense. En este sentido, Lucian Hölscher ha argumentado en El descubrimiento del futuro que a principios de la década del sesenta había poco lugar para pensar en utopías progresistas a la manera del siglo anterior, pero los ecos causados por la destrucción de la Segunda Guerra Mundial todavía se sentían. Más que en el futuro, la preocupación de las sociedades occidentales era el conformismo y las comodidades del presente. Uno de los mejores diagnósticos de esta sociedad sería el que realizó Herbert Marcuse en El hombre unidimensional.

¿Qué hacía a la ucronía de Philip Dick tan original? En sintonía con la propuesta de la existencia de universos paralelos, Dick planteaba un mundo con un presente muy diferente: la Alemania nazi y el Japón imperial habían salido victoriosos de la Segunda Guerra Mundial, invadiendo Estados Unidos —‌debilitado por el temprano asesinato de Franklin D. Roosevelt y la depresión económica‌— y estableciendo sus esferas de influencia. Una vez consolidadas, las dos superpotencias estaban enfrentadas en una guerra fría por el reparto del poder global.

El diseño de la novela consistía en historias individuales que se repartían en los diferentes espacios de la ocupación nazi y japonesa de Estados Unidos. La costa oeste del país había sido ocupada por las tropas japonesas, estableciendo su capital en San Francisco, mientras que la costa este estaba bajo la administración alemana. En el medio del país se reservaba una zona neutral, sin un gobierno efectivo, donde eran enviados los sujetos indeseables de ambos regímenes. Los personajes de la historia se desenvolvían en un ambiente sesgado por el pesimismo existencial y la obediencia a las normas y valores impuestos por las potencias del eje. El colaboracionismo tenía como objetivo la aterrada supervivencia. En este contexto la principal resistencia a la dominación no era el uso de las armas, sino la obra literaria de un misterioso escritor llamado Hawthorne Abdensen,  autor de La langosta se ha posado y al cual podríamos identificar como el alter ego de Dick. Siguiendo el juego de Oscar Wilde en La decadencia de la mentira, de qué pasaría si las ficciones determinaran la realidad, la búsqueda y erradicación de Abdensen eran el principal objetivo del régimen nazi, ya que representaba una amenaza al status quo al proponer un relato alternativo donde el eje había sido derrotado militarmente por los aliados.

Una lectura atenta de la arquitectura de El hombre en el castillo, junto a aspectos de carácter micro, revelan la riqueza de la novela en lo que concierne a su alcance como reflexión histórica. En primer lugar, las investigaciones utilizadas por el autor. En los tempranos sesenta, la historiografía sobre los aspectos internos y externos del Tercer Reich no estaba muy desarrollada, salvo algunas excepciones como Los orígenes del totalitarismo, de Hannah Arendt. A modo de crónica presencial, el periodista William L. Shirer había escrito una crónica general, Auge y caída del Tercer Reich, mientras que la principal biografía sobre Hitler era la de Alan Bullock, Hitler: An Study in Tyranny. Como trabajos de consulta, decían muy poco sobre las dimensiones ideológicas, sociales, culturales y económicas profundizadas y desarrolladas años después por historiadores de la talla de George Mosse, William Sheridan Allen, Richard Grunberger o Tim Mason.

A pesar de estas limitaciones y ausencias de investigaciones de relieve, los supuestos de Philip Dick fueron muy acertados. Un ejemplo lo demuestra su particular visión sobre el sistema político nazi; en la novela, Hitler se encuentra muy próximo a su muerte debido a una enfermedad terminal. Esta situación había generado una escalada por el poder político entre los diferentes jerarcas nazis, quedando Martin Bormann como canciller. Un informe entregado al oficial comercial Nobosuke Tagomi analizaba los perfiles de los posibles sucesores de Hitler y las conveniencias de Japón (que temía un ataque nuclear de su rival). Dick dejaba entrever que el sistema nazi no era homogéneo ni funcionaba según la voluntad o decisión del Führer. Muy por el contrario, y como expuso en los setenta el historiador alemán Martin Broszat en su libro The Hitler State, el régimen estaba formado por estructuras parcialmente autónomas que competían entre sí. Más adelante, un discípulo notable de Broszat, el británico Ian Kershaw, demostraría que el sistema nazi se articulaba gracias a la ficción del mito de Hitler. En consecuencia, es viable pensar que la ausencia de Hitler (y por ende, de su mito legitimador) podría haber radicalizado esta dinámica.

Otro elemento era la sociedad nazi. El pesimismo de Tagomi se explicaba porque el totalitarismo se había impuesto exitosamente; en gran medida, Dick describía una sociedad con una tecnología muy avanzada donde los alemanes se destacaban por lanzar satélites y misiones tripuladas al espacio exterior. A su vez, controlaban la energía atómica, dominaban la industria del plástico y fabricaban aviones con motores a reacción. Su programa de exterminio se había llevado a cabo sin contemplación, consolidando el Estado racial. Sin muchas dificultades, podríamos entender que se trataba de una sociedad que vivía en la opulencia material, siendo el consumo una parte decisiva en el mantenimiento de la economía (de ahí el contrate con la «espiritualidad» y ascetismo asiático). En la década de los noventa los historiadores prestarían especial atención a las «políticas de consenso» producidas por el nazismo. Sin perder de vista el rol de la coerción y desde un enfoque de la vida cotidiana, Götz Aly fundamentaría, en La utopía nazi, cómo los nazis organizaron un Walfare State, basado en la exclusividad racial y el pillaje de las economías de los territorios ocupados, que les permitiría  mantener el apoyo hasta los últimos momentos de la guerra.

La proyección del imperialismo nazi era otra particularidad. Con tintes escalofriantes, uno de los pasajes explicaba de qué forma los nazis establecieron un Reich africano aniquilando a los habitantes y utilizando los cadáveres como material químico: un Auschwitz a escala continental. Además, se había disecado el mar Mediterráneo para expandir las áreas cultivables y así poder alimentar con más facilidad a la creciente población europea. En este sentido, Mark Mazower publicaría en el 2008 el principal estudio sobre las características de la dominación imperial del nazismo; en El imperio de Hitler sostenía que los nazis no se limitaron a colonizar los territorios del este de Europa (si bien era el objetivo principal de su expansionismo), sino que también diseñaron planes para apropiarse de territorios en la parte central de África.

A través de una notable y siniestra ficción, Philip Dick se transformó en un historiador virtual. Exploró y, en otros casos, sugirió elementos que no eran delirantes ni descartables y que, con el pasar de las décadas, serían trabajados por la historiografía académica. La reciente adaptación televisiva que realizó la cadena Amazon —‌cuya tercera temporada está pronta a estrenarse‍—, bajo la producción y patrocinio de Ridley Scott y Frank Spotnitz, descubre nuevas caras del oscuro universo del clásico de Dick. Por otra parte, El hombre en el castillo le sirvió de laboratorio literario para sus posteriores emprendimientos. En una entrevista reconocería que, intentando comprender la mentalidad nazi y abocado al estudio de la psicología de los oficiales de las SS (lo mismo haría Jonathan Littell, a principios del siglo XXI, en su conocido trabajo Las Benévolas), surgiría una de las ideas centrales de los Blade Runners: la deshumanización.

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