Antoñico al final

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO

 

 

El tipo mete y saca insistentemente el mojarrero en el agua sucia. No parece tener éxito, pero todo es cuestión de paciencia, porque los dos gurises y otra persona  que lo acompañan siguen confiados en sus movimientos.

La escena transcurre en Puerto Viejo un sábado de julio por la mañana, cerca del puente de calle Estrada que da inicio al último tramo del recorrido del arroyo más importante de Paraná. Si hasta se dice que Charles Darwin navegó por él.

 

 

En esos últimos metros, el Antoñico deja el largo entubamiento a cielo abierto para reencontrarse con la geografía de tierra arcillosa y piedras hasta la desembocadura en el río. Para eso, también debe pasar por debajo de otro puente de sonoros tablones de madera, que es ingreso al Club de Pescadores desde el lado de la costanera. Finamente, libera su caudal allí donde se arma un remanso pasando el faro del espigón, vecino a un club en el que las lechuzas no son bienvenidas.

«Arroyito vuelteador, espejo de la pobreza, donde la suerte se agacha la vida del pobre empieza». La letra de Coplas del Antoñico es autoría de Raúl Rossi, musicalizada por Walter Heinze y reversionada por Lusera Boy con la contemporánea intervención del rapero Nazareno Moreno: «Arroyos que bajan, por esta ciudad que los tapa y los faja, se rajan pal río, escapan del lío, corazones fríos ignoran su vientre». Sus 300 metros con leves curvas acompañan, en dirección noreste, una calle de tierra con número (1019) en la que orillan algunas viviendas antes del Club de Pescadores en su margen izquierda; del lado opuesto, la parte trasera del Skate Park y la zona natural del Parque Urquiza que rodea la rotonda de la recientemente remodelada plaza Le Petit Pisant.

 

 

Además de tierra, el arroyo arrastra y esquiva una serie de deshechos urbanos poco vistosos: una silla roja en el medio del cauce es la más llamativa, aunque abundan las botellas plásticas, despojos de calzados, cubiertas de autos y otros residuos. En las pequeñas barrancas de ambas orillas, el pasto y la basura conviven entre senderos con olor a animal muerto, preservativos usados y restos de alguna fogata. El paisaje, evidentemente, es muy diferentes al que observó Darwin en 1833, del que dejó constancia en Viaje de un naturalista alrededor del mundo: «Me detengo cinco días en Bajada y estudio la geología interesantísima de la comarca. Hay aquí, al pie de los cantiles, capas que contienen dientes de tiburón y conchas marinas de especies extintas; luego se pasa gradualmente a una marga dura y a la tierra arcillosa roja de las Pampas con sus concreciones calizas que contienen osamentas de cuadrúpedos terrestres», había escrito el reconocido científico inglés.

 

 

En su último empujón al Paraná, el Antoñico permite el calado de embarcaciones de pescadores que es aprovechada por vecinos del barrio, quienes ante la privatización constante de la costa paranasera eligen ese rincón para embarcar rumbo al ancho río. La postal nocturna de la ciudad desde esa boca es otra vista privilegiada que ofrece la ciudad de los arroyos invisibles.

 

 

 

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