TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Abbas Fahdel entró en La Vieja Usina el viernes 18 de octubre por la mañana para su master class cuando el Festival Internacional de Cine de Entre Ríos (FICER) aún no despertaba al público. Todo estaba quieto y en silencio excepto por un puñado de gente trabajando en la previa y un grupo de curiosos que llegaron para escuchar el conversatorio del director iraquí con Roger Koza. Fahdel tuvo muchas horas de vuelo hasta llegar a Paraná desde el Líbano, vía Roma y Buenos Aires. Entre las personalidades que visitaron la ciudad en el marco del segundo FICER, este realizador formado en Francia – que había presentado su película Yara la noche anterior – fue, probablemente, la más importante en términos cinematográficos. En su perfil de Facebook quedaron asentados los recuerdos de la travesía, desde una excursión por el Parque Nacional Pre Delta en Diamante o la imagen de la estatua de San Martín como refugio de las palomas en la Plaza 1° de Mayo, hasta un paseo en un auto antiguo por las playas del Thompson. En una fotografía que le sacó al equipo de programadores (Celina Murga, Maximiliano Schonfeld y Nicolás Herzog), destaca que los tres son realizadores, «cosa rara en los festivales».
Durante la disertación que transcurrió entre el castellano, el inglés y el francés, Fahdel compartió, con generosidad y emoción, sus motivaciones e intereses a lo largo de su vida y obra. Habló de sus inicios, sus estudios en París, y sus búsquedas poéticas, entre el amor y la guerra. En un rápido repaso por su filmografía se deben mencionar los documentales Regreso a Babilonia (2002), Nosotros los iraquíes (2004), Homeland: Iraq año cero (2015) y Bitter Bread (2019); además de las ficciones El alba del mundo (2008) y Yara (2018). Antes de su clase magistral, Fadhel conversó con 170 Escalones sobre el cine, los viajes y las huellas que registra (en) cada película.
Usted dejó Irak a los 18 años y volvió a su país mucho tiempo después para filmar ¿Cómo vivió el proceso de destrucción de la región desde Europa?
De hecho, partí a los 18 años para estudiar cine en Francia. Pensaba quedarme tres años, pero mientras tanto Saddam Hussein llegó al poder y estalló la guerra con Irán, que duró ocho años. Era imposible para mí volver porque hubiese implicado participar en la guerra, y yo estaba en contra. Cuando estudiaba tenía un vecino de pieza iraní. No iba a volver para pelearme contra él; se me parecía, no había diferencias entre nosotros. Era una guerra entre dos regímenes y no veía por qué los pueblos iraquí e iraní debían sufrir por la rivalidad política de estos dos hombres, Saddam y Ruhollah Jomeini. Entonces, la guerra duró ocho años y mientras tanto me casé con una francesa, obtuve la ciudadanía y me instalé allá.
Desafortunadamente, en 2001 Saddam todavía estaba en el poder. Volví a Irak pero con un pasaporte francés, que era mi garantía de seguridad, porque si hubiese vuelto con el iraquí hubiera sido arrestado. Fui como francés e hice mi primer film, que es Regreso a Babilonia, que es mi regreso a la búsqueda de mis amigos de infancia. Y en la película vemos – yo mismo descubro – que muchos de mis amigos han desaparecido o muerto en la guerra. Mi generación es una generación de sobrevivientes; yo soy uno de los sobrevivientes. Es por eso que todas mis películas, sea Yara o Homeland, hablan un poco de las huellas. Filmo para guardar las huellas de algo que corre el riesgo de desaparecer. En Irak, la gente muere o desaparece. En Yara, la gente también parte, por la guerra u otra cosa. El resultado es el mismo: una civilización que muere o un valle en ruinas.
¿Qué es el cine para usted?
Francamente, para mí es la vida. Desde los cinco años mi padre me inculcó el virus del cine. Él trabajaba delante del cine, vendía medialunas y cosas que hacía en casa, con una mesita plegable, delante del cine. Había tres salas en mi pueblo. Yo salía de la escuela e iba a su encuentro, cuando terminaba de trabajar guardaba su mesita y entrábamos a ver una película, cualquiera sea. Por lo tanto, el cine devino la vida para mí, porque mi pueblo natal es chiquito (Hilla, Babilonia); no hay nada, entonces me refugiaba un poco en el cine.
¿Para qué sirve (si es que tiene que servir para algo) el cine?
A título personal, soy alguien que trabaja mucho la imaginación, no puedo vivir en lo real, tengo la necesidad de huir en lo imaginario. No soporto estar en un lugar, en una ciudad. Por eso viví en Irak, en Francia, en Alemania, en Egipto y, ahora, en Líbano. Tengo la necesidad de descubrir, de partir, de viajar. Cuando no tenía los medios para hacerlo físicamente, viajaba con el cine. Me permitía ver mundos diferentes. Me servía para viajar.
Y ahora para guardar las huellas…
Sí, cuando lo hacés sirve para guardar huellas.
En la presentación de Yara usted decía que no hacía falta mucha imaginación para contar historias…
Lo real es muy interesante, rico. Acá estamos hablando, usted me interesa, seguramente puedo hacer una película sobre usted y será apasionante. El problema es que el cine (norte)americano, sobre todo, hace entrar en el espíritu del espectador la idea de que todo no es interesante, la idea de que tiene que haber acción, historias de superhéroes. Para mí no, una de mis metas es, por ejemplo, el realizador japonés Yasujiro Ozu: el padre de familia vuelve del trabajo, se sienta a la mesa, su hija y su mujer toman sake y dicen “ah, qué lindo está hoy, mañana va a llover”. No pasa nada, pero es apasionante y nos enseña un montón de cosas sobre el Japón. Yo creo en eso. Por ejemplo con Yara, estaba contento anoche porque había casi cien personas que se quedaron hasta el final de la charla, a pesar de que no pasaba nada. Se quedaron porque al público también se interesa en las cosas de la vida cotidiana, en los pequeños detalles. No hacen falta aviones y helicópteros para interesar al público.
¿Usted cree que hace un cine europeo o iraquí?
Desgraciadamente no hay tradición de cine iraquí. Hay casi una película por año en más de sesenta años. Se mira, pero no hay producción ni industria. Irak es un país sin cine, pero ahora está comenzando, hay jóvenes realizadores gracias a las cámaras digitales que están haciendo películas interesantes. Pero yo no tengo maestros iraquíes, no existen.
Sus maestros fueron franceses…
Jean Rouch como profesor; Robert Bresson, mucho. Mi cine es simple, viene de Bresson, de Abbas Kiarostami.
¿Es una mezcla?
Me siento cercano al cine asiático, desde Japón hasta Irán. De América Latina también, en el plano social, cuando veo una película latinoamericana me toca, habla de lo que pasa en Irak, es mi problema: la violencia, la corrupción.
¿Qué piensa del futuro del cine en relación a los avances tecnológicos y el dominio estadounidense?
Pienso que habrá cada vez más separación entre el cine comercial, que será dominado por el modelo americano. Por ejemplo en los países árabes y mismo en Francia se intenta imitar ese modelo. Habrá cine comercial con multiplex que programen cine americano con superhéroes o cine nacional bajo ese modelo; y habrá cine de autor que será marginalizado pero que encontrará su lugar en espacios como este (FICER), por ejemplo. Creo que siempre habrá autores, eso es lo positivo, porque gracias a las cámaras digitales hoy cualquiera puede hacer una película.
¿La tecnología lo vuelve más democrático?
Más democrático en la fabricación, pero menos en la exhibición.
¿Conoce La batalla de Chile, de Patricio Guzman?
Sí, absolutamente. Cuando era estudiante fue una de las películas que me marcaron.
O La hora de los hornos, de Fernando Solanos y Octavio Getino, que también tiene una duración total de más de cuatro horas…
Sí, por supuesto. Creo que no hay que autocensurarse. No hay que decir “no puedo hacer una película larga porque nadie la va a ver”, hay que hacerla igual y la película encontrará su público.
Cuando hizo Irak año cero (una producción de cinco horas y medias) ¿En qué público pensó?
Lo hice diez años después de haberlo registrado. Como había personas de mi familia que habían muerto después de la filmación, no podía volver a ver lo que había filmado. En 2013 era el décimo aniversario de la invasión (norte)americana en Irak y quise hacer una película sobre Irak diez años después. Pensé en tomar una cámara y volver a filmar, pero también pensé en lo que había registrado en 2003. Me forcé a mirarlo, fue muy doloroso para mí porque veía fantasmas: gente viva en la pantalla pero que estaba muerta. Viendo eso me dije que tenía que hacer una película a partir de esto, que era importante para el mundo, que esto es la guerra, concretamente. Todo el mundo habló de la guerra pero con entrevista a jefes políticos, a militares; al pueblo iraquí, veinte millones de iraquíes que sufrieron la guerra, no lo veíamos. Mi película es eso: quería darle un rostro a los iraquíes, mostrar Irak, los iraquíes y la guerra. Me forcé a hacerlo sin saber si lo irían a ver. Se lo propuse a productores franceses, canales de televisión que me dijeron que Irak ya era viejo, que a la gente no le interesaba, que una película larga no se iba a proyectar ni en salas ni en tele. Pero finalmente fue mostrada en todo el mundo: acá en la Argentina en el BAFICI y en el Malba; en Francia tuvo cuarenta mil entradas en sala, que es muchísimo para un documental. La película encontró su público y continúa proyectándose en todo el mundo.
Robert Bresson y el cine norteamericano
Durante su charla en la sala Verónica Kuttel, Abbas Fadhel habló de su cine relacionándolo con el de su maestro Bresson, en contraposición a las propuestas fílmicas de Estados Unidos: «Bresson dijo alguna vez que lo más difícil para un cineasta es hacerlo simple. Muchos cineastas terminan haciendo grandes acciones con planos difíciles solo para reemplazar que no tienen nada que decir. Es el caso de muchas películas estadounidenses», expuso. «Para mí, la diferencia entre Robert Bresson y los cineastas estadounidenses es que Bressón es como estar dando un paseo por el bosque a pie: caminamos, vemos una flor, nos detenemos para oler su perfume; escuchamos un pájaro y nos detenemos para oírlo. El cine estadounidense es como si uno va por el bosque pero en una 4×4: no paramos, no sentimos el olor de las flores ni el canto de los pájaros; vamos rápido saltando sobre el camino y al final nos sentimos aturdidos. Si viajamos a la manera de Robert Bresson, salimos serenos», comparó Fadhel.
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