TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Todo es más fresco del lado de adentro de lo de Francou. Las paredes gruesas, el techo de madera y el piso ajedrezado en bordó y amarillo opaco contribuyen a crear un refugio perfecto del sol del mediodía en la colonia El Carmen, a unos cuarenta kilómetros de Colón y quince de Villa Elisa.
Roberto Francou saluda de pie detrás del mostrador que alguna vez ocupó su padre Lucilio y antes su abuelo Antonio. Hace cuentas y anota en un papel, acomodándose el viejo gorro rojo que usa en sus faenas avícolas. De fondo, una colección de botellas en los anaqueles que llegan hasta el techo. Lo de Francou es un almacén de ramos generales, lo cual implica muchas cosas que van desde un viejo buzón de correos hasta la venta de alpargatas, hilos y telas, productos veterinarios y, por supuesto, despacho de bebidas. Esto último ocurre, principalmente, en la barra en ele con todas los destilados imaginables a mano. Incluso algunas que ya no están a la venta, que quedaron allí de muestra, como la Marcela cuya fábrica cerró. «Ahora se toma más cerveza y fernét; por ahí una ginebra. Caña y whisky muy poco, casi nada», relata el hombre.
Silvana Raviol, una mujer de unos cuarenta años que vive a tres kilómetros, acompaña a Roberto atendiendo el boliche. Se dedica, principalmente, a narrar la historia del lugar para aquellos visitantes que llegan desde las termas de Villa Elisa o desde Colón, referenciados por alguna oficina turística. En el camino hay señalizaciones específicas; para dar con lo de Francou es necesario salirse de la cinta asfáltica de la ruta que nace de la 130 rumbo a La Clarita, y meterse por senderos rurales con la típica tierra de la costa del Uruguay, formada por arena y piedra. Cuando se construyó esa edificación, en 1907, todavía no estaba demarcada la colonia con sus sendas. El lugar era un paraje del camino real entre Colón y Villaguay, donde en una esquina había una pulpería –de la que no quedan rastros– en la que se cambiaban los caballos. Cuando se hicieron las rutas, el lugar quedó medio escondido.
El enclave aún mantiene un notable equilibrio entre los forasteros y los locales, sin que unos espanten a los otros como suele pasar en sitios similares. Los trabajadores rurales y los visitantes curiosos comparten la esencia del almacén. Para los primeros, se trata de un centro social donde jugar al truco, reír y discutir un poco mientras se toma algo; para los segundos, un sitio excepcional para comer una picada de campo, llevarse algún producto típico de la zona como recuerdo, y meterse en la historia de los inmigrantes de la región.
«Siempre estuvo abierto, excepto los domingos, desde 1907. La crisis del 2001 nos hizo pensar si seguir o no, porque esto se despobló muchísimo. Elegimos quedarnos, porque estamos cómodos, tranquilos», cuenta Roberto mientras destapa una cerveza casi en sintonía con la entrada de un gaucho flaco al bar. El hombre lleva boina marrón, alpargatas celestes, camisa a cuadros y bombacha. Tiene un cuchillo en la cintura y un celular en la mano. Su barba candado exhibe un corte de lo más prolijo. Para entrar en confianza, desafía al fotógrafo a una pelea afuera, donde finalmente termina convidando un trago.
Lo de Francou fue un almacén de ramos generales de los que había a montones. «Acá, en un radio de 25, 30 kilómetros, hubo entre diez o doce almacenes. Pero cada vez hay menos gente en el campo. En 1857 (Justo José de) Urquiza empieza a traer gente a la zona de Colón y San José, para 1870 ya habían nacido y crecido otros que tenían unos 20 años; le daban una parcela, una vaca, un caballo, alguna herramienta y que salgan a trabajar al campo, a producir», resume Roberto. Por eso los almacenes tenían que tener todo lo necesario, incluyendo veterinaria y farmacia. «El transporte era tracción a sangre, era lógico que tenga que estar todo cerca. Las colonias, desgraciadamente, van desapareciendo», se lamenta. «Llegar al pueblo más cercano eran tres horas de sulky, por eso el almacén era como el centro, con el correo, la estafeta postal. Jugaban al truco, a las tabas, había cancha de bocha y estaba la parte social también», acota ella con sus ojos claros. Desde 2010 tuvieron la propuesta de la oficina de turismo de Villa Elisa de promocionar el lugar y contar las tradiciones: «era animarse a mostrarlo, porque el almacén estaba funcionando tal cual», agrega. Desde entonces, reciben unas tres mil personas anuales, que con sus visitas ayudan a sostener el espacio tal cual existió siempre.
El temor, entonces, fue cómo iba a recibir el vecino al intruso que venga a su boliche, porque tampoco querían que deje de ir el habitué, que es el que hace al espíritu del boliche. La forma de integrarlo fue que cada quien traiga su mercadería para vender al mostrador: el choricito de campo, el pan casero, productos elaborados por los chicos de la escuela secundaria de la zona, las picadas y meriendas, el queso, etc.
Las fiestas de la zona se dan en el club de básquet cercano, con guitarreadas y baile; el almacén es más que nada para la charla, el truco y la copa, sobre todo, los sábados, «hasta que se va el último», aclara Roberto, que nació en 1947 y creció de los dos lados del mostrador. «O se van o los vamos echando. A veces se ponen a discutir, de boca nomás, entran y salen, se amenazan que se van a matar, pero nunca pasa nada», reconoce sonriendo. El clima no es el mismo en Arroyo Barú, Jubileo o San Salvador; menos en Federal, al norte, Corrientes, «ahí es distinto», dice poniéndose serio para dar cuenta de un ambiente picante.
De hecho, el almacén de Francou pasó también a ser cosa de mujeres: Olga, la señora de Roberto, y Silvana se ocupan de las visitas. Roberto se pasa el día en la granja con las ponedoras y sus animales, y a la noche sí le toca atender el mostrador. «A veces se pone pesada la paisanada que se junta, hay que aguantarlos», confiesa en voz baja. El bisabuelo de Roberto vino de Francia y su abuelo fue la primera generación argentina; era de la zona de Villa Elisa. Llegó como empleado en 1907 y terminó quedando como dueño tres años después. Toda esto se trasmite en base a documentos: libros de venta, de fiado, y actas de compras y venta de las sociedades que quedaron guardados en baúles, en el sótano al que se accede por una escalera de madera desde detrás del mostrador. Un día de lluvia sacaron las cosas y reencontraron esa historia, después de cien años. Desde 2012 distinguieron lo de Francou como patrimonio cultural de la provincia (por impulso de Roberto Romani), ya que un lugar tan conservado y con tanta documentación no es fácil de encontrar.
En un rincón, el más alejado del mostrador de la puerta principal, se fue montando un pequeño museo con los elementos de la casa y cosas que los vecinos fueron aportando, con los que se conformaron una especie de historia de vida de antaño basada en rememoraciones regionales: hay cortadoras de pelo, afeitadoras, batidoras, tabas, fotografías antiguas, una máquina de coser, alpargatas de yute (que funcionaba también como psicólogo, según Silvana), radios, televisores y diferentes planchas a carbón, entre esas existencias. Allí están los papeles originales del almacén, los pagos de patente provincial de 25 pesos el semestre, las pruebas de la sociedad conformada por tres personas que hacen un contrato interno «porque lo que valía en ese entonces era la palabra, un apretón de mano y listo», subraya Silvana −igual, al contrato lo hicieron por las dudas−, y de cómo Antonio Francou devino único dueño en 1910.
Un tal Juan Pons iba con la parte del local y la estantería. Alberto Bazón, que tenía una casa mayorista en Villa Elisa, aportaba la mercadería. Antonio Francou, que lucía 23 años en 1907, se ocupaba de atender y regentear: la persona joven que ponía el lomo, digamos. «El contrato decía que si Francou se portaba bien, lo iban a asociar. En 1909 se hace un nuevo contrato en la que le dan la tercera parte a Francou. Un año más tarde, queda como único dueño con deudas a pagarle a los otros dos en cinco años», explica Silvana.
Tres mujeres que estacionaron el auto a la sombra de un árbol entran a conocer el almacén. Todo les parece fantástico, increíble. Se espantan un poco de las liebres y guasunchos en escabeche. «Pobrecitos», dice una de ellas. Se sorprenden de los libros de contabilidad de hace 112 años, de caligrafía impecable hecha con tinta y pluma, de cómo se anotaba el nombre del cliente, el detalle de lo que llevaba, fecha por fecha todo fiado porque las cuentas se arreglaban una vez al año, cuando se vendía la cosecha. «En el campo no había casi trabajo mensual; también se usaba mucho el trueque: formas de pago con huevos, con pollo», les dice Silvana. Entonces se vendía mucho kerosén para calefaccionarse y alumbrarse, yerba, azúcar, cucharas de albañil y medias. «Muchos de los apellidos que están en la lista son los que siguen en la zona», comenta la mujer. Roberto indica que todavía tiene una libreta de fiado para algunos, pero no se arregla una vez al año sino que cada tres meses, porque varios trabajan en la cría de pollos y ese es el tiempo desde la cría a la venta. Hoy se da fiado pero se anota el producto y se cobra al precio al momento en que se paga. A diferencia de su abuelo, él ya no guarda esos cuadernos.
Entre las fotografías antiguas llama la atención una tomada el 25 de mayo de 1910. En la imagen del centenario de la revolución aparecen un grupo de hombres bien vestidos, domingueros, de festejos y ya festejados. Allí está Antonio Francou, con 25 años, y algunos de sus vecinos, del lado de afuera, en un lateral del almacén. Uno tiene naipes en la mano; otro una botella; y está el que tiene cigarro en la boca y pistola. Cien años después, Roberto empezó a buscar a los otros nietos de quienes aparecen en la foto; reunió a casi todos y repitieron la escena, cada uno ocupando el lugar de su abuelo, en el mismo sitio y con la misma mesa. Claro que, acorde a los tiempos, cambiaron trajes por jeans y pistolas por celulares.
Los tiempos mutaron también para otros hábitos: las mujeres, que antes entraban muy poco al almacén, hoy se sientan a tomar un trago con los varones. Se puede pagar tarjeta, ya que hay posnet y wifi. Además, por si algún viajero quiere quedarse, transformaron un quincho en bungalow con aire, cocina, baño y DirecTV. Por lo demás, todo parece seguir igual.
Las mujeres salen de su visita y saludan al gaucho que fuma sentado en un banquito hecho con el asiento de un tractor. «Pobrecito», comenta una de ellas al ver a un perro siestando a la sombra. «Es nena», responde el hombre sin inmutarse. «¡Mirá ese caballo atado allá! Pobrecito», acota la señora antes de su última selfie con el animal de fondo. «También es nena», ríe su dueño entre pitadas.
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Importante aporte para que sean conocidos estos lugares, los Almacenes de Ramos Generales, porque alli se atesoran nuestras culturas, costumbres y tradiciones. Fueron, junto con los “Boliches” de barrio, muchos de los cuales sobreviven, lugares incluso de fncuentros sociales, siempre habia una excusa para ir a escuchar historias, anecdotas y hablar sobre las tan importantes tonterías de la vida cotidiana. Aplausos para el autor de este trabajo. Abrazo entrerriano para todes.
GRACIAS POR ACERCARNOS ESTOS LUGARES TAN ENTRAÑABLEMENTE BELLOS. MIS TÍOS, JULIO Y AGUSTÍN DIEZ (ya fallecidos), TENÍAN UN ALMACÉN DE RAMOS GENERALES EN RINCÓN DEL DOLL.
Dos recuerdos. En mi infancia, parada obligada de mi papá con partida de truco y trago compartido con amigos. Yo jugaba en el palenque con alguna botellita de gaseosa y caramelos. Ya más grande, con auto que tomaba “prestado” a la hora de la siesta, de Villa Elisa a La Clarita, se ponía barroso el camino de tierra, justo pasando lo de Francou. Una vez me tuvieron que sacar, y cuando volví al pueblo, mi viejo ya se habia enterado de mi derrapada… y eso que no había celular. Hermosos recuerdos!!!