TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Estas líneas parten de una premisa: los argentinos que cruzan a Brasil van siempre apurados por llegar a la playa y meter los pies en el mar. Si bien son injustas las generalizaciones, ocurre que desde la frontera misma, en el primer contacto con un mapa de los estados sureños de aquel enorme país, nos dan resaltada la ruta más rápida y directa hacia la isla de Florianópolis. Lógico, con los días de descanso contados y los descontados del traslado, nadie quiere perder tiempo antes de tomarse una caipirinha con el horizonte de agua salada. Pero muchas veces el viaje es el camino, sobre todo cuando en este se dan algunos rodeos. Eso es un desvío: cambiar provisionalmente el recorrido trazado, apartarse, dar un giro. Dejarse, incluso, derivar: andar sin gobierno, a merced de las circunstancias. Salirse del asfalto en la senda hacia el litoral marítimo y detenerse por un momento en el interior del sur de Brasil es el rumbo que toma esta nota, que nos lleva —indirectamente— hacia el precipicio de los cañones.
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La ruta 285 no permite distracciones con sus curvas y lomadas, aunque el paisaje es una monotonía de soja desde Sao Borja, a orillas del Río Uruguay, durante centenares de kilómetros hacia el este. Como en casa o como en el país charrúa, toda la tierra fértil parece dispuesta para la alimentación de los chanchos chinos. La cosa se diversifica al cobrar un poco de altura: entrando en la sierra abunda la producción de manzanas, duraznos, ciruelas y uvas que se ofrecen al costado del camino en puestitos de madera, donde también venden los mates gaúchos y esos caramelos caseros superdulces hechos a base de maní y miel. «Temer golpista», se lee en las pintadas con aerosol en el reverso de los carteles indicativos de distancias, señalizando el clima político de época con cebúes de fondo. Pasando Vacaria se pierde el rastro de las patentes argentinas. Las rutas 110 primero, y la 439 más adelante, nos internan en una zona que a poco de andar comienza a ser de ripio adornado por hortensias salvajes. Estamos en el Plenalto Meridional, la continuación de la sierra sur de Brasil, cuyo punto más alto es el Pico do Monte Negro, con casi 1.400 metros. Parada en Jaquirana, un pueblo que basa su economía en los aserraderos de la zona en detrimento de las hermosas araucarias del paisaje, y cuyos alrededores presentan una serie de cascadas en diversos campos, que aún no son fruto de la explotación turística masiva. La gente es amable, tranquila y servicial, como en el resto del interior brasileño. Dos posadas y dos estaciones de servicio son las prestaciones del lugar. Para adquirir provisiones hay que visitar las «agropecuarias», que son como almacenes de campo fusionados con autoservicios modernos. Herramientas, granos sueltos, productos empaquetados y las infaltables cervezas son parte de la oferta. Hombres a caballo por el empedrado, chicos en bicicleta, ropa tendida en los frentes de las casas de madera que muchas veces incluyen una huerta de maíz, y la extraña decoración navideña de Papás Noel colgados por doquier —al punto de que algunos parecen haberse ahorcado de los palos de luz— completan el panorama.
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A pocos kilómetros, Cambará do Sul es, en contraste, una villa turística y puerta de acceso a los parques nacionales Aparados da Serra y da Serra Geral. Cada uno propone la visita a distintos cañones, que son en sí mismo el límite inter estadual entre Río Grande Do Sul y Santa Catarina: la parte de arriba pertenece al primero, el desfiladero inferior al segundo. El Itaimbezinho (que significa «piedra afilada» en tupí-guaraní), ubicado en el Aparados da Serra, es el más famoso de esa serie de cañones, y por ende el más visitado. Tiene casi seis kilómetros de extensión y su altura alcanza los setecientos metros, con cascadas como el Velo de Novia y vegetación vertical. En los senderos que recorren sus márgenes —que se transitan a pie durante un par de horas— está la opción de detenerse a tomar un café y probar los pasteles rellenos de piñón, el fruto de la araucaria, en una típica casa de la sierra: lo de Vo Marcal y Vo María, en la que la familia local cocina a leña. Las nubes, literalmente, aparecen por debajo y lo invaden todo continuamente. Menos visitado —a pesar de ser el más grande— es el cañón Fortaleza, en el Parque da Serra Geral, al punto de que en sus márgenes no hay siquiera baranda de contención. Son siete kilómetros y medio de extensión con 1.157 metros de altura máxima. Los paredones de pierda vertical llegan a los ochocientos metros.
Para quien vaya hacia la costa, desde ese sitio lo normal sería «bajar» hasta Torres, aunque más lento y natural resulta recorrer un camino de tierra y ripio que lleva por número 020, que cruza de estado hacia el norte en el río Pelotas (uno de los afluentes principales del Uruguay), y que conduce a Sao Joaquim, en Santa Catarina. Esta es una urbe de mayor tamaño que los pueblos anteriores, y cuya alta temporada ocurre en invierno, porque allí nieva. Ese es el orgullo del lugar, tan distintivo como alejado del imaginario del país tropical de playas y amazonia: todo lleva el nombre de la nieve. Una de las posadas, incluso, se presenta ambientada con los personajes del cuento Blancanieves. En esa parada temática, el dueño del lugar —que viste una camisa del mismo tono lila que las paredes de su hotel— recomienda la carretera a seguir para llegar al nivel del mar: la bajada por la Serra do Río do Rastro, cuya panorámica es descanso obligatorio. En la perspectiva de esa última postal desde las alturas quedan las calcomanías de los grupos de viajeros que estampan su señal de paso. De allí en más, a unos cincuenta kilómetros, está el océano Atlántico. Ahora sí, pasame una caipira.
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Gracias Pablo. La vida me regaló el brasil profundo y tu relato me llena de emociones y recuerdos, ojalá futuros también, de maravillas. Brasil, como Argentina y Sudamérica toda, no nos dejará de sorprender y enamorar. Abrazo fraterno y felicitaciones por tu atrapadora historia viva.
Muy buen relato con mucha info!