TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Pensar la Patagonia suele cubrir la mente de montañas, lagos y bosques; incluso glaciares y desiertos. Rara vez asociamos esa región del mundo al mero estar, cual lagartos al sol, en el margen de un mar agradable para zambullirse. Sin embargo, en la costa de la provincia de Río Negro, el fenómeno que combina el viento y las olas resulta de lo más popular para el turismo, principalmente el provincial, luego regional y con cada día más proyección internacional. Una ruta que bordea acantilados hasta una bahía rodeada de dunas; el efecto marea que permite la vida nómade y agreste en una zona portuaria; y las populares playas rionegrinas son parte del recorrido de esta crónica.
¿Dónde empieza la Patagonia en su frontera Noreste? El sur de Bahía Blanca ya se presenta como «La puerta» a la región, aunque el río Negro que divide Buenos Aires con la provincia homónima sea el límite natural. Allí, Viedma y Carmen de Patagones conforman un dúo extraño. Vistas al pasar, parecen esas ciudades europeas atravesadas por un río; pero al detenerse un momento en cualquiera de sus riveras se aprecian las diferencias. Carmen de Patagones es la urbe más austral entre las bonaerenses. Su geografía presenta lomadas y sus construcciones conservan un atractivo casco histórico. Por lo demás, tiene una vida social similar a la de los pueblos chacareros. Viedma, en cambio, es una planicie con mayor población por ser capital de su provincia. Ese motivo la nutre, asimismo, de cierta diversidad y riqueza cultural, ya que al ser sede de los poderes y de dos universidades públicas, es también receptora de una importante inmigración. Dos puentes –uno de ellos incluye vías de tren- y un servicio de lanchas que zarpa de una orilla a otra cada quince minutos (cuando no hay viento), unen las poblaciones. El hito histórico más recordado en la zona es la batalla de Carmen de Patagones, un enfrentamiento ocurrido el 7 de marzo de 1827 entre milicias de las Provincias Unidas del Río de la Plata y tropas de la marina del Imperio del Brasil, durante el transcurso de la Guerra del Brasil. La victoria de los locales en el cerro de La Caballada es celebrada cada año. El río, más allá de sus memorias, es un lugar de paseo, pesca y deportes para las dos localidades.
La Ruta Nacional 3 es la más conocida del vecindario. Yendo desde Buenos Aires es la que cruza sobre el puente de la derecha. Sin embargo, si la carretera elegida es la del viaducto de la izquierda, una vez en territorio patagónico, desde Viedma nace la Ruta 1, que bordea el río Negro hasta su desembocadura en el océano Atlántico, a 30 kilómetros de la ciudad. Allí, el lugar popularmente denominado como La Boca pero cuyo nombre oficial es El Cóndor, da inicio al litoral marítimo de la provincia. Se trata de un pueblo con extensas playas durante la marea baja que, como en casi toda esa costa, desaparecen rápidamente en pleamar. Desde ese primer faro austral, el asfalto se mantiene durante otros treinta kilómetros hasta La Lobería, una reserva inmensa en la que se pueden ver los harenes de lobos marinos desde los miradores en las alturas. El camino bordea el mar sobre el acantilado. Por momentos, baja hasta algunas playas desiertas o con algunos pescadores; y en otros, se pierde hacia el interior de la estepa.
Cuidado con los loros. Parece que observan tranquilos el poco tránsito desde los cables de energía, pero algunos de ellos pueden presentar conductas suicidas contra los parabrisas. Se trata de la mayor colonia de esas coloridas aves barranqueras en el continente. Hay que ir despacio, no solamente porque el camino se ha vuelto de ripio, sino porque la Reserva Faunística Punta Bermeja es rica en biodiversidad. Una piedra en el camino puede resultar un peludo (pariente del tatú mulita), y las maras, cuises, vizcachas y ñanduces con sus crías suelen estar a la vista.
La senda, para los vehículos comunes, termina en Bahía Creek, un rincón con cierta similitud al Cabo Polonio uruguayo: treinta kilómetros cuadrados de dunas móviles lo rodean. La arena llega, cada tanto, a devorarse alguna construcción. Un hombre palea la entrada de su casa, y en el transcurso de un par de horas presta auxilio a dos o tres vehículos que se le animan al camino con arenisca. Las poco más de cien viviendas en ese maravilloso paisaje casi no albergan población permanente. Tanto al oeste como al este, los patagónicos saben que el agua vale más que el oro; y en Creek no hay agua potable. Las 4×4 pueden continuar el trecho hasta Caleta de los loros, pero para los demás se acaba el tránsito. Si bien la Ruta 1 sigue su curso hasta el puerto de San Antonio Este, para llegar hasta allí es mejor volver a la Ruta 3. En Bahía Creek, una osamenta de ballena señala la bajada hacia el mar.
En el cruce de la 251 y la 3 una serie de restaurantes franquean dos grandes estaciones de servicio. Los antiguos mochileros cuentan que en los noventa no había más que una YPF con un parador, y que allí se freían unos sánguches de milanesa indescriptiblemente grandes a precios populares. Ahora nace una autopista que ingresa a la localidad veraniega de Las Grutas y su vecina San Antonio Oeste. Las Grutas es conocida como la Mar del Plata del sur. Este viaje, sin embargo, hace una parada del otro lado de la bahía, en el puerto de San Antonio Este, que casi no cuenta con infraestructura a pesar de lo cual es uno de los rincones cada vez más elegidos por los visitantes. Las pocas manzanas del pueblo y el gran playón de estacionamiento de camiones que llevan frutas desde el valle directamente a los barcos rumbo al extranjero, están copados en el verano por casillas rodantes, colectivos, carpas y motorhomes. Lo mismo ocurre en los más de diez kilómetros de playas de Las Conchillas, en el ingreso, así como en las costas a un lado y otro del puerto, dentro de la bahía, hasta la Punta Villarino o la Punta Perdices.
En la zona, que es una reserva natural, los veraniantes nómades acampan de forma agreste frente al mar. Cerca de la línea de demarcación de la marea alta se instala el barrio móvil de vehículos y carpas. El colapsado pequeño camping municipal alquila sus baños para los que llegan desde varios kilómetros a darse una ducha. Existe también un único parador, del que salen excursiones en lancha que recorren la bahía y la lobería de Punta Villarino -área restringida desde tierra- y que en invierno ofrece avistaje de ballena franca austral. Entre los acampantes está el que vende rabas al atardecer, o el que se instaló un pequeño despacho de bebidas. Probablemente, se trate de la mayor concentración de este tipo de turismo ambulante de parada libre en el país, con familias rodantes que disfrutan de sus parrilladas bajo las estrellas. Lamentablemente, donde hay humanos, por poco consumo que exista, siempre hay contaminación.
El secreto de esas playas pasa por su fauna marina que es preciso conservar: el contraste entre el blanco de la costa y el azul del mar tiene que ver con los bivalvos, unos mejillones violáceos que se acumulan en el litoral y que van perdiendo su color con el sol que los hace brillar. Además, la calidez del agua transparente de Punta Perdices se produce gracias a las bajantes que dejan la arena y moluscos al sol, por lo que cuando sube la marea esta ocupa un lecho caliente que es oxigenado, a su vez, por miles de pequeños cangrejos. Pulpos, vieyras, cholgas y mejillones se pueden degustar en alguna de las típicas cantinas del puerto. Un lugareño afirma que ese muelle, donde ahora se desguaza un viejo pesquero, tiene cada vez menos movimiento. En parte, por la situación económica de los últimos años; y, por otro lado, debido a que se trata de un fondeadero que no permite la entrada de buques de gran escala: el cargamento debe hacer una parada intermedia para pasar a una embarcación mayor, en el puerto de Montevideo o en Brasil, antes de seguir viaje a Europa. ¿Cuánto tiempo más durará ese espacio tal como existe hoy? La industria del turismo que todo lo invade ya pone el ojo en semejante paisaje.
Aunque Las Grutas sea la localidad marítima más convocante del sur, tiene desde hace algunos años, una nueva competidora en crecimiento: Playas Doradas, la última rionegrina, ubicada a treinta kilómetros de Sierra Grande. En 1992, un decreto del gobierno de Carlos Menem cerró el yacimiento de hierro del cual vivía la población de Sierra Grande, dando inicio al éxodo local. La tristeza y desolación de sus pobladores fue consignada, en 1997, en el documental Fantasmas en la Patagonia, del realizador Claudio Remedi. La esperanza pasó desde entonces por la iniciativa frente al mar. Playas Doradas es un pueblo de pocos años, con alta demanda en el verano. Su concurrida orilla principal es continuada durante seis kilómetros por costas de arenas vírgenes hasta el antiguo muelle del yacimiento, donde ya están trazadas las calles de un futuro asentamiento.
El atardecer alrededor de la plaza central frente al mar de Playas Doradas invita con una feria de artesanos, rudimentarias diversiones para chicos y restaurantes con delicias marinas. Así deben haber sido, en su prehistoria, las grandes ciudades costeras de la actualidad.
Más al sur, la geografía continental propone a la Península Valdés en el Chubut, con sus guanacos, pingüinos, lobos y elefantes marinos. En Puerto Pirámides, en una pausa del viento característico y con cambio climático incluido (temperaturas que se acercan a los 40 grados), los viajeros se refrescan en el mar transparente, al que se zambullen chicos y chicas desde las piedras más altas.
No hay dudas, si el rumbo en verano es sureste, hay que cargar malla y ojotas.
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