Felicidad salió a la calle

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO

 

 

Sufrir y gozar. En combo. Todo en un domingo que, al menos en estas latitudes, se atesorará en los corazones. Después de un mediodía en el que cada quien resolvió el almuerzo a su manera, pasado el tiempo de alargue y la tensión de los penales, la felicidad salió a la calle.

En el espacio público la expresión de un festejo contenido por 36 años de un pueblo al que no le sobran las alegrías estalló durante la tarde, desde las 15 hasta el anochecer, con la persistencia de bocinazos y vuvuzelas esporádicos en la ciudad en horas de la noche. Y más allá, con caravanas encendidas de amistades descontroladas que compartieron ese camino de la ilusión a la gloria.

 

 

¿Cómo es ser campeones del mundo? La gurisada aprende. En las calles, en las avenidas, los más pequeños salieron a las puertas a mostrar sus camisetas y revolear banderas al paso de los autos rumbo al centro, acompañados de sus padres, tíos, abuelos, que llevan a esas infancias en andas, tejiendo una memoria inocente e inconsciente que despertará sus recuerdos a futuro.

Las calles alrededor de la plaza 1° de Mayo se congestionaron rápidamente. Una cuadra a la redonda fue todo peatonal. Hubo quienes eligieron ese punto de encuentro para el festejo, y otros que siguieron sobre ruedas, girando por Paraná, agitando los brazos por las ventanillas, tocando bocina rítmica y sostenida. Llegaron camionetas cargadas desde los barrios, con sus redoblantes, tambores de cuero o simples tachos de pinturas. Cualquier elemento fue válido para sumar a la batucada popular. El cuadrilátero central de la capital entrerriana se llenó rápidamente y durante varias horas persistió colmado de gente que se renovaba constantemente. Este cronista intenta hacer memoria y no logra encontrar un momento similar en la historia, con tanto pueblo junto desbordando plaza en un festejo.

 

 

Las estresadas palomas volaban en bandada a cada estruendo explosivo. De las copas de los árboles surgían personas con banderas. La celeste y blanca se mezcló con el rojo del chivato. También se agitaban trapos en las columnas de alumbrado, en los semáforos y en todo lo que se pudiera trepar, como las ventanas del Banco Nación o de la Escuela Normal. Cualquier soporte servía para ondear los estandartes: palos de escoba, caños de agua e, incluso, cañas de pescar. La Catedral estaba vallada (delimitando religiones), al igual que el mástil y el monumento a San Martín, al que durante un par de minutos logró escalar un joven audaz que acompañó al general sobre su caballo. Dos mil pesos las banderas, mil quinientos las vuvuzelas, ofrecía un vendedor ambulante en su canasta que se agotó rápidamente. Las dos fuentes refrescaron cual piletas públicas y también se enfriaban las gargantas: como en toda fiesta, hubo vino, cerveza, fernet, sidra y algún champán francés. Conservadoras, botellas plásticas cortadas (las «ricoteras») o en cajita. Los quioscos y negocios de los alrededores tenían cola para despachar y quien quisiera ir al baño debía caminar hasta el shopping La Paz.

Los cantitos eran constantes. No fueron los franceses motivo de burla. Sí los brasileros, presentes en la canción de la hinchada para este mundial, que recuerda la última Copa América; y el clásico «el que no salta, es un inglés». Surgían de cada esquina, calle o grupo de personas, y se extendían en su ola expansiva. La de Messi era la camiseta más usada de las de la selección. También había banderas de Patronato, camisetas de Sportivo Urquiza y de los equipos de primera.

 

 

Una chica festejaba su cumpleaños y lo anunciaba con un cartel a mano alzada. Otro cartón pintado recordaba la frase del capitán argentino en cuartos de final: «Qué mirá. Andá pa’ yá». Dos señoras sentadas en un banco del medio de la plaza lucían turbantes en celeste y blanco. Una persona quebrada en sillas de rueda daba su vuelta olímpica, como un grupo que llevaba en andas una gigante y destartalada copa del mundo de telgopor, mientras que desde las ventanas del edificio de la esquina de Urquiza y San Martín volaban papelitos. No hubo buena señal para los celulares, quienes se encontraban lo hacían de casualidad, a la antigua, sellando el momento con un abrazo.

Después de varias horas de fiesta -más que las que duró el encuentro en el estadio Lusail-, un pibe con la camiseta puesta recorría calle Monte Caseros recogiendo latas para reciclar, con una bolsa negra que no paraba de crecer en su espalda y una sonrisa imborrable en su cara; porque hay que celebrar y también hay que comer.

 

 

Algunos semáforos y árboles de la plaza no aguantaron tanto festejo en una ciudad que no dispuso pantalla gigante para ver ninguno de los partidos, pero que, sin embargo, como en todo el país, como en Qatar y en Bangladesh, tuvo su felicidad compartida en la calle.

 

 

 

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