TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Andar por las calles del barrio cuando la selección argentina de fútbol juega su primer partido del mundial produce una sensación extraña. Por un lado, la soledad ambienta como un feriado; pero si ocasionalmente se ve a alguien en el camino se genera un cruce de miradas entre sospechosa y cómplice, de identificación del otro u otra que tampoco está mirando el ritual sagrado. Llego tarde al bar. La media docena de parroquianos está dispuesta en semicírculo respecto al televisor, con sus vasos y cigarrillos en mesas cercanas, atentos al debut de Argentina frente a Islandia. Allí, el mundo está en suspenso y los concurrentes se mantienen expectantes en torno al aparato situado debajo de una osamenta y una bandera de Entre Ríos que adornan la pared de ladrillos pintados a la cal.
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Siempre me río de mis amigos cabuleros, a quienes gusto rebatir con argumentos racionales sobre la inutilidad de vestir la misma ropa o cumplimentar liturgias absurdas como si eso fuera a influenciar, por extrañas conexiones, en algún resultado. Sin embargo estoy allí parado, pidiendo un fernet, como hace cuatro años cuando comencé a escribir una serie de notas de los partidos del mundial de Brasil desde diferentes lugares. Lo único que cambió en ese refugio orillero es el televisor: «Lo compré hace unos meses», me dice desde atrás del mostrador Juan Carlos, el dueño del boliche, a la vez que me indica que vaya a servirme una coca de la heladera. Todo lo demás está en su lugar: la foto en blanco y negro de Carlitos Gardel, el antiquísimo refrigerador, la estantería con sus botellas en hilera y el toldo de lona verde sobre la vereda de cemento que indica «Bar y sanwichería Los Alpes». Nada que ver con la tradicional esquina céntrica de Paraná que tenía el mismo nombre; esto es una calle sin asfalto que parece conducir a un cañaveral, aunque se sabe que detrás está la circunvalación. Lo otro que se mantiene inmutable son los clientes. Hace frío y todos conservan sus abrigos. Hay quien lleva gorra de lana, gorra con orejeras, con visera, o boina. El que está más cerca del televisor pide que le conviden un pucho. Uno que bromea ser su pareja se queja del mangazo. La gente toma vino blanco, tinto, legui o wisky. El humo de los cigarrillos va impregnando el ambiente y las puteadas se contagian con el irremediable paso del partido. Carlos asiste al cantinero sirviendo vasos y vaciando ceniceros. El gol argentino se celebra con moderación. Un hombre que salta y lo grita aprovecha que se paró y va hasta el baño. El clima se distiende, pero no por mucho. El empate islandés despierta agudos comentarios deportivos sobre el arquero: «Este Caballero es una pija», comparte un espectador.
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Además de los tragos y alguna ocasional picada, en el bar se pueden llegar a comercializar otro tipo de mercaderías. Por ejemplo, viene alguien del campo y vende una cabeza de vaca recién carneada. Y ahí está, apoyada sobre la mesa, aún sangrando. «La voy a hacer al horno de barro en el rancho que tengo en la costa. Me levanto a las cinco y ya empiezo a prender fuego con unos leños. En tres horitas la cocino», cuenta el comprador. Cerca de la cabeza negra, dentro de una conservadora de telgopor, hay unos patos pelados. Antes que termine el primer tiempo ya se vendieron, a ciento treinta pesos cada uno. «Pesarán unos dos kilos. Van bien con estofado, acompañados por unas papas», proponen como receta. En el entretiempo llega más público, y para el complemento hay una docena de personas. «Me remamé anoche. No es la primera vez, pero me remamé», reconoce uno al que le dicen Cartucho, que para combatir la resaca pide un tinto. «Cobrame el legui y lo que haya tomado “Mendocita”», cierra su cuenta otro que parte en el descanso.
Lo que queda del partido se vive con insultos crecientes y pedidos de remate al arco. El momento del penal que el arquero y director de cine islandés, Hanes Haldórsson, le ataja al diez nacional, desata la furia sincera de varios. «Messi es una verga», sentencia Cartucho al instante. Nadie salta a desmentirlo. «Un milagro es lo único que nos puede salvar», acota el de la cabeza de vaca. «Mientras no nos hagan ellos el segundo», agrega Juan Carlos firmando el empate. Para el mediodía, la decepción deportiva se va olvidando en el bar del barrio. Allí, lejos de Rusia, un vaso de vino y una charla de mostrador, tal vez un estofado de pato o una cabeza al horno de barro, siguen siendo las alegrías concretas de estos varones. Lo demás, es puro humo.
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Muy bueno…