11 de diciembre de 2024

Pinturas escondidas en El Rosedal

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS SILVIO MÉNDEZ

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En el Parque Urquiza de Paraná existe una especie de zona de frontera. El Rosedal es una meseta con islotes de canteros hermoseados por flores de estación, justo entre la barranca que da al río y lo que ya es la línea de edificación urbana. Allí, pasando la curva de calle Leguizamón, se encuentra la Columna al Libertador San Martín en cuya cúspide desde 1950 intenta tomar vuelo un cóndor. En la base de ese monumento, hace pocos años hubo unas maravillosas pinturas que sólo se podían observar si se rodeaba el pié de la columna. En su parte posterior, al interior de la plazoleta y a la sombra de una enorme araucaria, se podían apreciar cuatro frescos. Sobre la pared Este de esa base, en trazos negros, un paisaje de agua, con barcos y olas. Al Sur, en el contra frente dividido en tres planos se veía un mandala –recostado sobre el extremo Oeste– y junto a la figura circular otras dos de tipo tribales que, en rigor, conformaban otra cosa. En el centro se percibía a un hombrecillo frente a una escalera surrealista que se enredaba sobre sí misma. Sobre el extremo derecho, en tanto, de un agujero salía una cola que bien podría haber sido la de un alacrán que, en su trazo curvilíneo, formaba el párpado superior de un ojo que tenía una montaña detrás.

 

 

No recuerdo bien la fecha en que me encontré con estas pinturas escondidas detrás «del Cóndor». Tengo la idea que fue en el otoño del 2017 una mañana que vagaba por ahí.

Tiempo después, revisando fotos, buscando otra cosa, volví a descubrir estas pinturas, que no eran graffitis ni esténciles. Y me volvieron a llamar la atención, porque me parecían obras hechas por la mano de un artista y porque, escondidas, sólo se podían apreciar si uno se internaba en la plazoleta del Rosedal y así, dando la vuelta, yendo sin rumbo, las veía detrás de la Columna al Libertador. Ahora ya no están más, desaparecieron bajo una inmaculada mano de pintura a la cal.

En las fotografías que se conservan se distingue una firma; entonces le pregunto a Muzza –Franco Muzzachiodi– cuándo fue que las pintó. Muzza no recuerda con precisión. «Pero la historia –cuenta– es que a mí siempre me gustó el arte, y que como uno lo disfruta, también le gusta que otro lo disfrute, que lo vea. Entonces una noche estábamos con amigos, tomando algo, y dijimos de ir al Parque y me puse a pintar. Ya había visto ese lugar, porque cuando ando caminando, uno ve y dice “qué buena esta pared para hacerle algo”. Entonces, como ahí es tranquilo, desde la calle no se ve para ahí atrás, pasé una noche con amigos pintando. Lo empecé esa noche, y después fui otra solo y lo terminé».

 

 

Olas. La pintura del Este encuadraba en el marco perfecto que deja la mampostería en la base del Cóndor. Era un paisaje de río, de agua, donde un ovni flota sobre olas que se elevan hacia un cielo en donde vuelan peces. Muzza cuenta que pintó el mural así porque encajaba como en un cuadro, pero que no todo lo que había allí era de él. «Cuando paso con el tiempo para mirar, veo que abajo habían escrito con aerosol (en color rojo) “we share the same soul” (Compartimos la misma alma). Eso no es mío, yo fui a pintar con pinceles y pintura negra. Cuando vi eso pensé que alguien, algún artista, vio el mural y se sintió identificado, le gustó la estética, qué se yo; dejó eso, como alguien que comparte la misma onda».

 

¿Pensás el dibujo antes de hacerlo?

Mi forma de trabajar es a partir de un disparador; una mancha, unas líneas, unas curvas. Empiezo a trabajar desde ahí; sale. Pero no es que lo tenía pensado.

 

 

Los otros dibujos son de «otra onda». Un mandala y otros dos de «algo que no tienen forma, son como abstractos», admite. «Es como un delirio; ninguna pintura tiene que ver con la otra, son tres flashes diferentes. Tienen que ver con la manera que trabajo. No hago siempre lo mismo, me va surgiendo. Esto me pasa con los murales. Porque yo trabajo con los tatuajes y generalmente siempre se trabaja con algo específico. Porque se trabaja con un cliente, y se trabaja en una dirección, a pedido». Entonces, de la piel a los muros, está la distancia. «Yo tomo las paredes y las cosas que hago en la calle como lo opuesto. Algo que es totalmente libre, sin ningún tipo de norma. Lo hago para distenderme de esa tensión del tatuaje».

 

Ventura.  En Paraná ya es entrada la tarde y en Simi Valley, California, es un poco más del mediodía. Desde ese pueblo que tiene una quietud como la de Crespo, a unos 30 kilómetros de Los Ángeles, Muzza cuenta en su descanso cómo se le dio por pintar. Muzza es de Paraná, y aquí empezó con lo que sabe. Pasó por Artes Visuales, talleres de dibujo, serigrafía y así fue pintando por la ciudad. Pintar murales lo llevó a un local de tatuajes, y ese mismo pulso a mano alzada a retocar estampas de sus amigos y luego a hacer trabajos con pedidos específicos. Así arrancó hace unos diez años, a tatuar y a vagar, en un viaje que lo transportó a la costa oeste de los Estados Unidos.

 

 

En cuestión de estilo, ese es otro viaje. Explica que va encontrándolo con obras en el mismo momento creativo, en las tramas, líneas finas, patrones geométricos, y en el blanco y negro. «Mi tira lo que me genera es un desafío. Ahora son líneas extremadamente finas, todas seguidas, o un mandala, en donde uno incorpora un detalle y lo tienen que repetir, no sé, 19 veces igual, para que tenga todo sentido».

Si se le pide un referente, Muzza dice que se ha fijado mucho en las obras de M.C. Escher, un holandés que estudió arquitectura y matemática, y luego se hizo litógrafo y escultor. Lo inspira su trabajo con los trazos geométricos en perspectiva y los juegos de líneas. «No es que busque copiarlo. Lo que me atrae es la complejidad de sus obras», apunta.

Así, entre el muralismo urbano y el tatuaje, Muzza va experimentando su obra, en la cual, admite, es un «despelotado»; aunque «el tatuaje me ha ayudado a organizarme», sostiene.

Cuando finalice su visa de trabajo en Norteamérica, Muzza tiene decidido regresar. Tal vez un tiempo para luego partir nuevamente. Quién sabe si en esa vuelta a Paraná deje alguna muestra de lo que le gusta hacer, para su disfrute y el de los otros también, y para que la ciudad sorprenda en el giro de algún rincón a aquellos que vagan en sus fronteras imposibles.

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