11 de diciembre de 2024

Todo lo que entra en un almacén

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO

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Ledi Fernández abre después de las cuatro de la tarde. Los muchachos a esa hora están en el campo sembrando arroz y no pasarán a tomar una copa o jugar al pool hasta después de las ocho, aunque tal vez alguien necesite alguna provisión o quiera pagar sus cuentas. Pero lo de Fernández es más que un almacén de campo, lo cual ya es mucho decir. Es el lugar donde ir a comprar fideos, alambre o una motosierra; y, por si fuera poco, se trata de la sede misma de un centenario club de fútbol rural: el Atlético Las Palmas. Además, tiene una característica arquitectónica poco común: está construido en chapa, al igual que la capilla San Francisco de Asís. Ambas instituciones, el bar y la iglesia, se encuentran a pocos metros una de otra en la colonia San Ernesto, un sitio perteneciente al departamento de San Salvador, equidistante de Villa Clara, Jubileo y Arroyo Barú.

 

 

Una franja de pasto separa la calle de tierra de la entrada. El establecimiento cuenta con paredes celestes y techo bordó por fuera, donde unas columnas verdes sostienen la galería de la entrada en la que aún se conserva el viejo buzón de correos. Tiene revestimiento en madera por dentro, piso de cemento, mostrador con una heladera de almacén, una balanza a su lado y una estantería atiborrada de trofeos. La mesa de pool y unos anaqueles con productos varios completan la escena. En las paredes, por doquier, fotos de distintas generaciones que vistieron la camiseta de Las Palmas y algunos avisos que ruegan no fumar, avisan de la ausencia de wifi o promocionan el calzado tradicional con el eslogan «Caminar es una risa con alpargatas Urquiza».

«Don Tito», anuncia el gran cartel de lona en colores vivos de la entrada. Don Tito era, en realidad, el padre de Ledi, aunque hoy en día también le dicen así a él. Entre Ledi y su hermano Leonel reconstruyen la historia: al bar lo abrieron en 1915 por ahí cerca. «Unos parientes llegaron en 1920 a hacerse cargo, Don Burlot, que se ocupó además del correo hasta que se jubiló. Compramos a fines de 1962 y al año siguiente vinimos nosotros», afirma Ledi. ¿De dónde vinieron?. «De acá, del campo nomás», aclara el hombre que lleva casi cincuenta años detrás del mostrador. Su abuelo era un español que cruzó desde la República Oriental del Uruguay el río a caballo por Paysandú con dos amigos. «Era de Durazno, vino a trabajar», cuenta.

 

 

Los muchachos suelen toman algo y jugar un truco o al pool. «Estoy hasta las 12 de la noche, porque al otro día tengo otras cositas que hacer y por la edad», avisa Ledi. De tarde viene la familia a comprar mercadería, cosas de farmacia o almacén. «Ahora los gurises toman cerveza, gancia o fernet; nosotros tomábamos otras cosas, bebidas fuertes, W, ginebra, Marcela. Se iban medio alegres, se iban», acota Leonel. En otros tiempos, recuerda Ledi que tiene 67 años y atiende desde los 21, se llenaba de parroquianos y se armaban hasta seis o siete mesas de truco. Es que la colonia tenía otra población y se llevaba la cuenta de gastos en una libreta. «Con cien gallinas vivía una persona: traían huevos y retiraban alimentos», dice. Hoy se anota de un día para el otro no más. Pero los muchachos se van para los pueblos, han muerto muchos y queda menos gente. «Todavía está poblada, hay granjas, hay una escuela secundaria, está la aldea alemana en donde queda gente cerca de la iglesia luterana ¿vio que hay tres o cuatro casas juntas? Es más antigua que la parroquia, en 1890 más o menos vinieron ellos», explica Leonel diferenciando la migración. «Muchos alemanes tomaban Lucera y después iban a la casa, se hacían los machos y cagaban a palos a las mujeres», añade Ledi. Las mujeres no toman en el bar, solamente van a hacer compras, pero cuando se está por carnear un chancho la costumbre es que se lleven algún licorcito para festejar.

El caserío ralo que rodea al almacén era parte de una estancia en la que se parcelaron los campos. En la colonia se hacían bailes y en el bar se armaban guitarreadas. «Yo tenía orquestita, tocaba el acordeón, tango y valses, tenía un conjunto: Conjunto Entre Ríos. Una vez fuimos a tocar en un autito viejo a LT11 de (Concepción del) Uruguay», a Ledi se le iluminan los ojos con el recuerdo.

 

 

«Cuando nosotros compramos era de chapa por afuera y adentro. Revestimos de madera, quedó fresco, antes era caliente. La bebida se guardaba en el sótano para que esté fresca», señala Ledi, gran conversador que atesora algunos datos históricos en un cuadernito en el que anota con birome. Por ejemplo, comenta que el 7 de enero de 1907, a 15 kilómetros de ese mostrador mataron al carrero Julio Modesto Gaillard que llevaba la imprenta de Antonio Ciapuscio desde Colón a Villaguay. «Cinco hombres a caballo lo degollaron, camino a Villaguay. A la imprenta la tiraron al arroyo Santa Rosa. Yo conocí al hombre que lo encontró, un empleado que venía de una estancia, al que metieron preso cuando dio aviso», rememora. Es que la persecución era política; y los asesinos, policías.

«Cómo está el mundo, ¿eh?. Ese Trump es bravo. El negrito no, era más tranquilo», se despacha el cantinero en un comentario internacional. «¿Y quién va a pagar la deuda? Con hambre se va a pagar. ¡A veces viene la gente y dice cada cosa! Yo tengo que ser dócil con los clientes, no puedo hablar de política, porque hay radicales, peronistas, de River y de Boca», confiesa.

 

 

LAS PALMAS. «Ahí está mi padre jugando, es el que tiene un pañuelito en la cabeza, el que está parado. Acá estamos nosotros; y acá los hijos y la descendencia», va indicando el bolichero mientras señala diferentes fotografías colgadas de las paredes, que van del blanco y negro al color. «Parece ser que cuando surgió el Club Las Palmas había una palma en el boliche, en otra colonia vecina», informa mientras busca el acta fundacional en un cajón del mueble con trofeos. La camiseta, similar a la de River en un principio, mutó por una con franjas rojas y azules: «ahora es como la de San Lorenzo, porque era más linda. Le van medio cambiando los diseños, el ancho de las franjas». Los muchachos juegan en la colonia contra los que vienen de Clara o Jubileo, y cada tanto se apuntan en la liga rural. «Cuando jugábamos nosotros eran puro campeonatos relámpagos de una tarde. Partidos y asado», compara Leonel.

Ledi lee el viejo papel, con fecha de septiembre de 1919, que subraya que para jugar había que ser del vecindario: «Club Las Plamas formada entre una unión mutua de varones del cuarto distrito de Colón, estatutos aprobados en la asamblea general, Estación Arroyo Barú». Hay un eucalyptus alto en donde termina –o empieza– la colonia, ese lugar se llama Punta Gualeguaychú. Ahí había un almacén. El hombre que estuvo allí desde 1919 a 1930 lo trasladó al emplazamiento actual, y la cancha fue a parar entonces frente a donde ahora hay un feedlot. «En los carros que eran para llevar leña la gente que trabajaba en pueblos chicos los ocupaba para venir a jugar al fútbol. Otros venían en sulky y a caballo», recuerda sobre los partidos de mediados del siglo XX. El palenque ya no está en la puerta del almacén, si alguien se arrima montando un día de lluvia, ata al animal al alambrado.

 

 

CORREO. En algún momento de la tarde, Ledi abre una puerta lateral para enseñar un tesoro muy bien conservado: la vieja oficina de correos de la colonia, de la que era encargado y se jubiló en los años noventa, cuando se privatizó. El oficio –también– lo heredó de su tío. En un escritorio guarda la antigua balanza con sus respectivas pesas y algunas estampillas. La única decoración de la habitación es el cuadro de una foto de Eva y Juan Domingo Perón, en el que el ex presidente tiene un cigarrillo en la mano. «Era de mi tío Burlot, la ponía porque era peronista. Mi tío repartía juguetes, pan dulce y sidra que mandaba Perón. Es raro que estuviera fumando, pero antes no se sabía que era venenoso», relata Ledi.

 

 

«Era un trabajo muy delicado, se entraba por atrás y acá había una puerta en la que entregaba. No podía hacerlo adentro del boliche. Tenía que pesar las cartas, que llevaban una estampilla. Se ponía una estampilla y si pasaba los 20 gramos era otro precio», detalla. Cuando se ocupaba del correo, su señora atendía el bar. Hacía remesas postales y armaba cajas de encomiendas que llevaban lacre con letras y después las precintaba. «Muchos alemanes que tenían a sus hijos estudiando afuera les mandaban chorizos, quesos y esas cosas», destaca. Como encargado de estafeta, Ledi transportaba esa correspondencia en sulky hasta la estación de tren de Jubileo. Cruzaba un campo para cortar camino y tardaba unas tres horas de ida y otro tanto de vuelta. Eso fue en los años sesenta. «Generalmente, ahora todos tienen movilidad, no como antes. Mi primer auto me lo compré en 1970, una chatita Ford T», indica. El trabajo de traer correspondencia hoy está a cargo de la Junta de Gobierno, aunque sigue siendo él quien, sin ningún compromiso, se ocupa de las entrega.

 

 

Mientras Ledi conversa, se ve a un hombre que avanza hacia el negocio despacio por la calle de tierra, ayudado por un bastón. Da unos pasos y descansa. «Mire cómo cambia el mundo. ¡Qué jugador que era! Delantero. Es ese colorado que está ahí en la foto, entonces tenía veinte y pico de años, ahora tiene 81», anuncia Ledi. «Viene a pagar las cuentas. Tiene un hijo que lo cuida, pero cuando paga quiere venir él. Yo le dejo todo ordenadito lo que va sacando», añade.

«A ver cuánto te debo» dice el hombre -que también se apellida Fernández- al entrar, después de saludar y sentarse en una silla de plástico. «Está con ganas de llover, ¿no? –comenta– ayer y antiyer sembró mucho la gente». Paga sus cuentas, habla sobre su hijo que estudia en Buenos Aires, compra unas galletas y al rato vuelve para su casa.

«Ahora dicen “sembramos”, pero en realidad son las máquinas grandes», aclara Ledi. «Los primeros años acá, cuando se sembraba arroz y venían los carreros a sacar la cosecha en bolsas, juntaban la paja y tiraban las bolsas en la máquina cosechadora en la que iba un colero. Los carreros venían de noche, después de la cosecha. Y tomaban. Era gente de llevar cuchillo. Yo era joven y mi papá me ayudaba para que me respeten, porque era más grande. “¡Sirva una copa, yo tengo plata porque no soy ningún seco!”, te gritaban. Así era. ¡Qué cosa antes!», sonríe Fernández, mientras saca las botellas vacías y limpia el mostrador.

 

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