Crónicas bicéfalas
TEXTO G. M.
A T., que aun siendo generación Z
disfruta del cimarrón.
Hace pocos días se conoció que dos «educadores al aire libre» estadounidenses, Joey y Nick, diseñaron un adminículo que tiene la apariencia y el tamaño de un lápiz, es hueco, posee un filtro en uno de los extremos y sirve para sorber café, té y distintas infusiones. Es decir, «inventaron» nuestra bombilla. Más allá de las mediáticas reacciones chovinistas por esta apropiación del Norte, cabría preguntarse quiénes y cuántos en estas tierras del Sur conocen que el origen de la bombilla se remite a un trocito de caña rematado por un filtro tejido con fibras vegetales, instrumento construido por el ingenio guaraní: el tacuapí. Joey y Nick lo saben, en la página web promocional del producto se puede leer que su creación está inspirada en «the yerba mate straws created by Guaraní tribe»; parecen responderle a Estanislao del Campo, que había sentenciado: «Ande no hablan la castilla / ni saben lo que es bombilla».
La noticia de la bombilla yanqui nos recuerda otro lanzamiento en el mercado, de hace poco más de una década: el mate de silicona. En este caso se trata de una creación argentina, de Nicolás y Lau, bautizado comercialmente Mateo, que presenta un grado mayor de innovación respecto del emprendimiento de la otra América. El término «mate», voz castellanizada del quechua matí, que significa ‘recipiente para beber’, en su devenir desde el imperio de los Incas hacia el Sur, primero sufrió una particularización, pasando a nombrar el fruto de las calabaceras que proveían la materia prima para realizar distintos tipos de recipientes. Luego, bajando hacia las regiones del Plata, o, para volver a una expresión guaraní, del Paraná Guazú, el término mate, en su acepción de fruto, se restringió al que designa la variedad de calabaza –Lagenaria vulgaris–empleada para preparar y servir la infusión de yerba. Finalmente, por pasaje del continente al contenido, la palabra mate pasó a designar la popular bebida.
Acompañando las tareas cotidianas, el tomar mate se fue haciendo costumbre, la práctica de cebarlo, un arte, y en su rueda se cimentaron rasgos distintivos de nuestra cultura. En su recorrido, distintos materiales se fueron sumando a las posibilidades de ser recipiente para contener la yerba, comenzando por las variantes naturales, desde la calabaza, pasando por distintas variedades de maderas y el asta, y siguiendo por las posibilidades que brindó la industria de las cerámicas, los metales, el vidrio, distintos plásticos, hasta llegar a la contemporánea silicona.
En este camino, en el que naturalmente se cruza la pregunta sobre cuánto se reciente la popular costumbre con el cambio de los materiales, nos detendremos en la comparación de una de las propiedades de los mismos. El mate de silicona se promociona por su «sistema de vaciado», logrado por su flexibilidad (en el mate de calabaza la acción del vaciado es facilitada por la bombilla de paletilla), a su vez, destacan que el polímero inorgánico es un material térmico que nos aísla del calor (como si abrazar con nuestras manos en los meses de frío un matecito caliente fuera un disgusto) y también, y aquí está el quid del mate, se promueve la novedad porque la silicona «no fija gustos».
En cambio, la capacidad de los tejidos leñosos de la calabaza de impregnar el gusto de la yerba es una de sus más serviciales propiedades. La calabacita ofrece un «grado de bondad progresiva […], baqueteada en la práctica de cebar». Es decir, desde el día que adoptamos un mate nuevo, a la par que nos acompaña, desde el despertar hasta los desvelos de cada día, entre sus fibras va acumulando un poco del gusto de cada cebada, y con ellas tantos recuerdos… que quedan rondando en nuestros mates.
Una digresión necesaria: las citas, así como todas las informaciones y sutilezas que conocemos relativas al mate, pertenecen a Amaro Villanueva, quien dedicó gran parte de su vida al estudio de esta costumbre, aunque leyéndolo ya podríamos decirle cultura del mate. El mejor homenaje sería que algún lector de esta módica nota se acerque a sus obras, disponibles a partir de las ediciones de la Universidad Nacional de Entre Ríos (sobre el mate: El arte de cebar / El lenguaje del mate, 2018; Obras completas, 2010).
Volviendo a los materiales, no se trata de una oposición excluyente natural/artificial. La industria ha brindado innumerables avances y satisfacciones; sin ir más lejos, también en la costumbre de yerbear. El termo permitió que el mate se independizara de la cocina y cruzara las puertas del hogar, para llevar la costumbre a nuestras plazas y parques, o acompañarnos en los viajes. Reparar en el “detalle” del gusto es cuidar de una de nuestras más apetecibles costumbres, y nos recuerda que en ciertas cosas lo mejor sigue estando, sin tantas intermediaciones, en la naturaleza. Tampoco significa despreciar por completo el mate de silicona, al que, hasta el propio Villanueva guardó su lugar: «con respecto a los sustitutos industriales, puede decirse que todos, en general, sólo se concilian con el mate dulce y a condición de que el bebedor no sea muy exigente. El mate amargo, en el que es elemental el sabor peculiar de la yerba, excluye todo reemplazo de la calabacita natural».
También la calabacera tiene la bondad de darnos frutos de distintos tamaños, ayudándonos así –además de economizar en yerba– en el cumplimiento de los protocolos actuales: puede darnos una pequeña calabaza destinada a un mate individual, en lo posible del tipo galleta, el más indicado para el cimarrón, y luego de su riguroso curado podremos en este invierno aprontarnos un matecito para tomar solos, espumoso y calentito, una buena compañía en nuestra introspección, preparándonos para el día que volvamos a la rueda del fogón.
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