TEXTO FRANCO GIORDA
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Mucho se ha dicho y escrito sobre Guasón (Joker, Todd Phillip, 2019). No es para menos; se trata de una película que se destaca en el actual contexto de producción cinematográfica a nivel industrial, es sobresaliente el despliegue actoral de Joaquin Phoenix, provoca el debate con imágenes de violencia cruda y, además, ganó el León de Oro del Festival de Venecia, cuyo jurado estuvo presidido por la directora argentina Lucrecia Martel.
El entusiasmo por una película que se corre un poco de las fórmulas y de lo políticamente correcto ha llevado a afirmar, en muchos casos, que se trata de una obra maestra. En este sentido, una narración clásica, un guion sólido y algunas virtudes estéticas han colaborado para que la pieza cuente con una muy buena recepción.
Sin dudas, las facultades expresivas del actor principal son admirables y están entre los puntos altos del film. Lo mejor son los pequeños gestos, el rictus y la transformación del rostro que logra Phoenix a partir del deterioro de la salud mental de su personaje. Los movimientos de su cuerpo, salvo algunas contorsiones desmedidas, también constituyen el nivel superlativo de la composición.
El villano, archienemigo de Batman, es una efectiva excusa para plantear críticas sociales y políticas, por cierto, muy válidas. La película permite varias entradas, pero la del cuestionamiento al orden establecido es una de las más fértiles y amargas al mismo tiempo. En este sentido, el payaso de pelo verde es una víctima que se transforma en un criminal. Entonces, ahí reside el potencial del trabajo cinematográfico, es decir, en la ambigüedad del personaje que, por un lado, permite la empatía y, por otro, la repulsión.
La violencia no parece gratuita sino el síntoma de un desorden subjetivo que, de todos modos, no se puede justificar y, al mismo tiempo, producto de un descontento social que, en vez de dirigirse a la conquista de mayores libertades, se canaliza en la venganza. El catalizador del malestar termina siendo un psicópata.
A pesar de la justificada visión pesimista, la mayor fortaleza se encuentra en la impugnación al Estado de clase que margina a los desposeídos en beneficio de los poderosos y a la misma clase dominante que está dispuesta a cualquier cosa en función de su privilegio.
El planteo es legítimo y, tal vez, arriesgado. De todos modos, tanto los elogios vertidos como los rechazos suscitados parecen un poco excesivos. Sin desmerecer fortalezas técnicas y artísticas, la película no es novedosa en ninguna de sus dimensiones. El tema ya ha sido recorrido de un modo mucho más sórdido hace más de 40 años en, por ejemplo, Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976). Tampoco es un escándalo que vaya contra los supuestos culturales establecidos. No transita ningún terreno prohibido. Verla es una buena experiencia. Tiene algo para entregar a los espectadores, pero no posee el vigor para convertirse en un mojón de la historia. Aunque se intente revestirlo de realismo y gravedad, el Guasón no llega a atravesar la frontera a las que acceden las glorias del cine.
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