TEXTO ALEJO MAYOR
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El 2001 dejó una marca indeleble en la memoria de aquellos que lo vivieron (o padecieron), con una cierta dosis de conciencia de lo que estaba sucediendo (y esto es independiente de la edad que se posea). Indudablemente, la escena cinematográfica del helicóptero remontando vuelo desde la azotea de la Rosada, en el contexto de un estado de sitio, los saqueos a los supermercados y la batalla campal en Plaza de Mayo (y en muchas plazas de gobierno en todo el país), con sus correspondientes registros fílmicos o fotográficos de fuerte impacto y contenido simbólico (la imagen del supermercadista chino llorando mientras era desvalijado o la de las madres de Plaza de Mayo enfrentando a la policía montada) asocian el 2001 y su crisis a un mes específico, el de la explosión definitiva: diciembre. Aquí en Entre Ríos, junto a los saqueos y el dolor y bronca por las muertes, el recuerdo de unas llantas apiladas y prendidas fuego sobre la puerta de la Casa de Gobierno es una imagen difícil de olvidar. Diciembre, a su vez, se asocia a un par de días donde se concentra el dramatismo, el cénit: 19 y 20. Sin embargo, conviene realizar el esfuerzo de desenganchar la lógica del acontecimiento de la lógica del proceso. Los hechos de las jornadas de diciembre de 2001 no irrumpieron como un relámpago sobre cielo sereno. Por el contrario, fueron el punto de llegada de un proceso de resistencias a las políticas neoliberales de los noventa y de la crisis de la convertibilidad que empezó a evidenciarse desde fines de aquella década.
El regreso del padre de la criatura
El 2001 comenzó, en Entre Ríos y en la Argentina toda, como había terminado el 2000: con un reguero de conflictos por todos lados y una crisis económica a la cual el gobierno de la Alianza no le encontraba la vuelta. La situación en las provincias era asfixiante y, al interior de estas, en los municipios, se tornaba inviable. La única receta a la que apelaba el gobierno nacional, totalmente alineado con el FMI, era aplicar ajuste tras ajuste (cuatro en su primer año de gobierno). Pero el umbral de tolerancia de la mayoría de la población se hacía cada vez más estrecho y eran más numerosos los sectores que salían a las calles y rutas para protestar. Luego del intento de un nuevo feroz ajuste en marzo, López Murphy debió dejar el gobierno rodeado de repudio y movilizaciones, y el gobierno, ante el avance del cuestionamiento al modelo económico basado en la convertibilidad (desde sectores populares, pero también empresarios), decidió recurrir al «padre de la criatura»: Domingo Cavallo. Y en versión recargada, con amplias licencias para obrar e influir allende las fronteras de su ministerio (los famosos «superpoderes»), pasando a ser el hombre fuerte del gobierno. Este hecho de trascendencia para el decurso posterior del año y a la sazón del «modelo», tuvo un impacto fundamental en Entre Ríos: marcaría el principio del fin de las relaciones que se habían mantenido distantes pero cordiales, entre el gobierno provincial encabezado por Sergio Montiel y el nacional. El ex gobernador nunca digirió a Cavallo ni lo que éste representaba en tanto símbolo de las políticas neoliberales de la década menemista, había realizado fuertes críticas antes de su asunción y la relación de aquí en más iría en permanente deterioro, con consecuencias nefastas para la provincia. Empezaba a acechar, en el marco de una crisis económica y fiscal en constante espiral descendente, el fantasma de los bonos.
Llegando los bonos
La implementación de los bonos no se dio de un día para el otro. Dicha medida, que concitó el más enérgico rechazo de todo el arco sindical desde el primer momento, se fue imponiendo, forzando su aceptación, tras un largo desgaste en un contexto de crisis insostenible en el cual se fueron acumulando los meses sin cobrar de los trabajadores dependientes del Estado (de la Provincia, docentes, de la Legislatura, judiciales), con un sistema sanitario orillando el colapso y una situación social en permanente deterioro que preanunciaba la posibilidad de situaciones explosivas. Promediando julio Cavallo había lanzado el paquete de medidas de ajuste conocidas como «déficit cero», que implicaba recortes sobre salarios, jubilaciones y pensiones, amén de la bancarización obligatoria para el pago de estos. Cavallo, a su vez, señaló que el ajuste debían realizarlo las provincias, generando nuevos cortocircuitos con el gobierno de Montiel. El déficit en la Provincia, de acuerdo al ministro de Hacienda, Osvaldo Cepeda, ascendía a los 180 millones de pesos (que, huelga recordarlo, eran dólares), de los cuales 100 millones correspondían a intereses. Para Edgardo Massarotti, secretario general de ATE y referente de la Multisectorial, en su tradicional estilo sin filtros, dijo «el único camino es voltear a Cavallo».
Al momento de estas medidas, la provincia ya era un hervidero: estatales, docentes, judiciales, desocupados, estudiantes, productores agropecuarios se encontraban movilizados por distintas demandas. Y se le sumó una cuestión candente: el aguinaldo. Ante la bancarrota del Estado provincial, el gobierno decidió fraccionar el pago del aguinaldo ¡en seis cuotas! Y lanzó entre bombos y platillos el «Plan Aguinaldo» mediante el cual se iba a poder utilizar lo abonado, depositado en la tarjeta Sidecreer, en comercios adheridos, que resultaron ser muy pocos. Al fraccionamiento irrisorio del aguinaldo se le sumaba así la dificultad para poder gastarlo. Ante los escasos locales adheridos, debido a la incertidumbre que un gobierno en quiebra generaba en los comerciantes, se fueron formando importantes colas de gente. Incluso se produjeron ciertos hechos curiosos como el de un supermercado de El Pingo, una localidad del departamento Paraná de un millar de habitantes, que al adherirse al plan recibió clientes de todas las localidades cercanas, algunos que recorrieron la distancia de hasta 25 kilómetros para comprar en el local. Uno que la vio.
Finalmente, se aprobó la emisión de los bonos federales tras numerosas movilizaciones a la legislatura provincial tratando de impedirlo (en alguna de ellas repartieron los «bonos ya emitidos»: los Bocondeser – «Bonos de consolidación del despilfarro en Entre Ríos»-), y su posterior implementación para abonar salarios (que alcanzaron los tres meses de atraso), algo que también fue resistido, pero debió ser aceptado con resignación por los trabajadores, ante la necesidad imperiosa de subsistir mediante el consumo, tal y como imponen las sociedades donde predominan las relaciones sociales capitalistas. La cuasi moneda en cuestión llevaría la cara del caudillo entrerriano Justo José de Urquiza y, en teoría, debería valer igual que un peso, llevando por nombre Bono Federal («Bofe», para algunos). Difícilmente se pueda imaginar que «la Entre Ríos que Urquiza soñó» sea la provincia implotada que se presentaba en el amanecer del nuevo siglo, sumida en una situación totalmente anómica. Uno de los llamados «padres fundadores» de la sociología, el francés Émile Durkheim sostuvo que las situaciones anómicas, características de las crisis económicas y los conflictos que estas producían, se caracterizan por la falta de regulación social, es decir, cuando las normas que regulan las conductas dejan de ser válidas y no llegan aún a imponerse nuevas normas de conducta universalmente aceptadas. Esa situación de des-orden es caldo de cultivo para la irrupción de acciones disruptivas, la emergencia de formas de violencia colectiva que se producen solo en esos contextos bien específicos, ya que su sostenimiento y regularidad en el tiempo son inaceptables para el orden social. Y es que el orden social capitalista se asienta sobre una piedra de toque que es el respeto sacrosanto a la propiedad privada. Precisamente en ese contexto se presentaron los primeros piquetes y reclamos de vecinos de los barrios más pobres de la ciudad frente a supermercados solicitando alimentos al grito de «queremos comer».
La situación de la paridad peso-bono, prontamente se mostró como una mentira. Tal y como había sucedido con el aguinaldo, no todos los comercios aceptaban los bonos, y muchos de los que lo hacían aplicaban recargos. Por lo que la bonificación de los salarios, tal y como había sido denunciado por los sindicatos, implicó una devaluación encubierta. También se sumaba una dificultad y es que los servicios privatizados (como el gas, la electricidad, la telefonía) se debían abonar en pesos, por lo que muchos comerciantes advertían la inviabilidad de sus negocios si ellos debían recibir los bonos, pero sostener sus negocios en pesos. De hecho, algunos comerciantes, y fundamentalmente los representados en APYME (que nuclea pequeños y medianos empresarios) empezaron a confluir más en las protestas de la Multisectorial con sus propias demandas. Si pensamos al dinero como representante del Estado en la economía, se puede avizorar el peligro latente que tiene la disolución de uno con relación a sus consecuencias destructivas para el otro.
La aparición y extensión de los bonos cambió el panorama social, dislocando relaciones y produciendo nuevas rearticulaciones en un contexto agobiante y caótico. Proliferaron los «arbolitos» y el hecho de caminar por la peatonal paranaense era estar expuesto a una sinfonía de «cambio, cambio» a cada paso. El cobrar en una moneda que solo se podía consumir en la misma provincia, también generó trastornos en organizaciones familiares que debían realizar movimientos en otros sitios del país, recurriendo a todo tipo de estrategias. Algunos comercios parecían contar con otras reglas: se hablaba del acceso privilegiado de algunos empresarios cercanos al gobierno a la Caja de Conversión, mediante el cual cambiaban los bonos que recibían por pesos. Llegó incluso a extenderse una forma precapitalista de intercambio de mercancías: el trueque. Sus adherentes se contaron por miles solo en la ciudad de Paraná.
El dinero, las relacione sociales, la crisis, el caos
En el capitalismo que habitamos, alimentamos y nos devora diariamente, el dinero, en tanto equivalente universal de mercancías que contienen trabajo humano, no solo es un medio de cambio sino, fundamentalmente, un articulador de relaciones sociales. De Marx a Simmel mucho se ha escrito sobre el rol estructurante de lo social que cumple el dinero en las modernas sociedades capitalistas. Veinte años después, con el diario del lunes, pareció inevitable que, al disolverse el valor de la moneda, se haya generado una situación de dislocación social que produjo una incertidumbre que tuvo las consecuencias explosivas que se manifestaron en diciembre. A los trastornos que produjo el plan aguinaldo, los salarios atrasados y luego el pago de estos en bonos, se sumó en diciembre el tristemente célebre «corralito» bancario, que limitaba el movimiento de efectivo depositado en bancos. La incertidumbre producida por la disolución del valor monetario, tal y como ocurrió con la hiperinflación de 1989, se detonó sobre el Estado y su incapacidad de garantizar la normal reproducción de las relaciones sociales que el capitalismo requiere. De allí, una clave para comprender e interpretar los saqueos, donde una multitud de vecinos, familias, ocupados y desocupados, hambrientos y sin dinero (o con dinero que valía menos) se pertrecharon de un criterio de justicia que priorizaba el alimento sobre la propiedad privada, aún a riesgo de sus propias vidas. Y allí el Estado apareció en su faceta más feroz, puramente represiva, ya no para que el hombre no sea lobo del hombre sino para ser el lobo más grande, cobrándose jóvenes vidas inocentes.
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