7 de diciembre de 2024

Debates y enseñanzas del marxismo en revolución

· A 100 años de la Revolución rusa ·

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TEXTO LUIS MEINERS

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El centenario de la Revolución rusa permite revivir debates y recuperar ideas frente a la necesidad, tan vigente como entonces, de transformar radicalmente los fundamentos sobre los cuales se edifican las injusticias cotidianas de nuestro mundo. Este breve artículo pretende ser un aporte para ello nutrido de los debates colectivos con los compañeros y las compañeras con quienes nos organizamos para seguir peleando por realizar aquellos sueños. 

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Los primeros años del siglo XX estuvieron marcados por importantes debates teóricos, políticos y organizativos dentro del marxismo ruso, cuyas conclusiones prácticas se someterían rápidamente a prueba. En su congreso de 1903 el Partido Obrero Socialdemócrata Ruso se dividió en dos alas, los bolcheviques y los mencheviques. El debate central fue político-organizativo. Lenin y los bolcheviques defendían una organización centralizada compuesta por miembros de participación activa. Los mencheviques proponían un criterio de mayor apertura y menor compromiso para los miembros del partido.

Una discusión clave se desarrolla luego en torno al carácter que tendría la revolución rusa. La concepción hasta entonces dominante dentro del marxismo ruso y europeo sostenía que en los países donde no se había producido una revolución democrático-burguesa debía ocurrir tal acontecimiento que abriría paso al desarrollo capitalista bajo una república democrática. Esta idea se nutría de una interpretación que acentuaba los elementos positivistas y evolucionistas presentes en Marx. Este había escrito, por caso, que los países industrialmente desarrollados mostraban a los demás «el cuadro de su propio porvenir». Así, la II Internacional dividía al mundo en países «maduros» y «no maduros» para la revolución socialista. La Rusia autocrática y agraria de los zares entraba dentro de los segundos.

Los mencheviques, desde esta impronta teórica, sostenían que la revolución en Rusia sería democrático-burguesa. Sus objetivos serían la liquidación de los elementos feudales, el gobierno autocrático, la gravitación económica y política de los terratenientes y de la iglesia ortodoxa. Dado este carácter, su conducción política estaría en manos de la burguesía y su partido, el Partido Democrático Constitucional. El papel de la clase trabajadora y su partido sería actuar como «ala izquierda» de dicho proceso, aportando su combatividad para derrotar los restos del régimen feudal.

Lenin enfoca la cuestión desde un ángulo diferente. Su análisis del desarrollo del capitalismo en Rusia y de la cuestión agraria lo conducen a la comprensión de la incapacidad de la burguesía y sus representantes políticos de llevar adelante la revolución democrático burguesa. Así, sin cuestionar el carácter de las tareas que la revolución tendría por delante, Lenin daba por tierra con la traslación mecánica que sostenía el liderazgo burgués sobre la misma. Serían entonces obreros y campesinos quienes derrumbarían la autocracia, estableciendo su propia «dictadura democrática».

A la luz de estas diferencias cobra nuevo sentido la inicial polémica político organizativa. Si la clase trabajadora no sería acompañante sino protagonista de la revolución, su herramienta política debía tener otras características. Fue madurando así la fórmula política-organizativa clave del leninismo: el centralismo democrático. Un partido que discuta a su interior democráticamente la elaboración de su orientación programática y práctica, y que luego golpee como un solo puño. Un partido orientado a la acción revolucionaria.

Leon Trotsky interviene también en el debate. En Resultados y perspectivas, escrito luego de la crucial experiencia de la revolución de 1905, rechaza de plano la concepción evolucionista y mecanicista de los mencheviques, desarrollando lo que luego sería su teoría de la revolución permanente. Caracterizaba a Rusia partiendo de la presencia simultánea y combinada de elementos feudales y capitalistas. La autocracia y la nobleza coexistían y se entrelazaban con una industria desarrollada por capitales extranjeros con un nivel de concentración mayor a las principales economías capitalistas. La pequeña clase obrera rusa presentaba una fuerza y cohesión excepcional. La burguesía era demasiado dependiente de la autocracia y la nobleza como para emprender una acción política independiente. El desarrollo de la economía capitalista a nivel mundial eliminaba la distinción entre países «maduros» y «no maduros» para la revolución socialista. Así, la clase obrera hegemonizaría la revolución rusa. Esta, por tanto, no se detendría en la transformación democrática de la sociedad, sino que avanzaría en sentido socialista convirtiéndose en el primer eslabón de la revolución internacional.

Entre febrero y octubre de 1917 estas concepciones se pondrían a prueba. En ese lapso, la pequeña organización socialista dirigida por Trotsky se fusiona con los bolcheviques de Lenin, dando lugar a una síntesis teórica, política y organizativa clave para el desenlace de octubre. La organización partidaria centralista-democrática desempeña un papel crucial en las horas decisivas que conducen de la revolución democrático-burguesa al poder soviético.

Recuperar estos debates y su desenlace tiene como objetivo aportar algunas reflexiones para la tarea de cambiar el mundo hoy. Lejos de la caricatura construida (y a veces asumida) de la izquierda como una fuerza dogmática, la revolución rusa demuestra que la elaboración teórico-política no puede reducirse a reiterar esquemas. Simultáneamente, prueba la potencia de la fusión entre práctica y teoría. Finalmente, subraya la importancia de la organización como herramienta clave para desenvolver dicha potencialidad. En un mundo en el que nos han dicho que se terminó la historia, las enseñanzas de la revolución están allí para recordarnos que, como dijera Trotsky: «quien se arrodilla ante el hecho consumado es incapaz de enfrentar el porvenir».

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