El semáforo más largo

TEXTO JOHANNA PELTZER

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En una esquina ruidosa de Santa Marta, Colombia, con calles polvorientas, movimiento incesante de gente, sal de mar, viento de montaña y restos de mango en el suelo, estaba Mariano Rodríguez, haciendo malabares. Paranaense él, que hace más de dos años decidió conocer cosas nuevas, agarró su mochila y se fue a patear el continente.

 

 

Extrañaba su gente y decidió volver a la Argentina en 2020, pero la pandemia por coronavirus lo frenó en un pueblito de Perú. «Cuando llegue, lo primero que voy a hacer es abrazar a mi vieja, a mis hermanas y comer mucho asado», dice entre risas. Uno puede descifrar su idiosincrasia con sólo verlo desde atrás: tiene tatuado el robot del Patito Sirirí en una pierna y un mate amargo en la otra.

Para Mariano, este viaje le hizo encontrar el artista callejero en su interior. En un camping aprendió a hacer artesanías y, como de chico ayudaba a su padre a arreglar guantes de sóftbol, eso le sirvió para hacer cosas en cuero. También hizo pulseras de macramé y vendió anillos de coco en Bolivia. En Perú, siendo ex jugador de dicho deporte no le resultó nada difícil aprender malabares; y en Colombia empezó a tocar el tambor. «No me imagino haciendo otra cosa que no sea arte callejero», añade.

 

 

«En cualquier rincón del mundo, la vida del artista de la calle es dura y no tiene horario», comenta Mariano. La mañana arranca tirando malabares en un semáforo, porque temprano se paga bien. Para la música, se espera al mediodía para ir a un restaurante y hasta la noche para ir a un bar. A la tarde se puede seguir, pero también se va a la plaza a «juntarse con el parche», como le dicen, donde se encuentran todos los artesanos, malabaristas y músicos que anden por ahí.

Gente que sonríe, otros que miran por arriba del hombro, muchos que colaboran, algunos que no, curiosos que quieren saber más y te invitan a comer a la casa: en las esquinas pasa de todo y Mariano lo sabe muy bien. «Las personas son iguales en todos lados. Partiendo de que nadie está obligado a ayudarte, se colabora mucho. Me han tratado mal, pero con una sonrisa les cambio la cara. Intento no enfocarme en esas cosas, sino en las hermosas personas y cosas que uno conoce en el camino. Muchos te juzgan por la apariencia o por lo que hacés sin saber quién sos. No entienden por qué elegimos vivir así», señala.

Vivir así, claro, es una decisión que lo ha llevado hasta a tener que dormir en la calle. Mala deliberación u organización con el dinero fueron las causantes, pero a pesar de ser pocas, esas veces le sirvieron para saber que no quería pasar por eso de nuevo. «Incluso tuve que juntar cartones para aislar el frío. Fue duro, pero uno se da cuenta que no valora lo que tiene hasta que se encuentra en una situación así. Sin embargo, al otro día sale el sol y arriba», agrega.

 

 

Ahora no está «tirando calle», como le dicen. Está en Yauca, un pueblo pequeño por la costa de Perú, donde estuvo trabajando en una mina. Bajo techo y con su novia colombiana, esperaba el pago para seguir viaje cuando lo agarró la cuarentena y ahora aguarda que liberen las rutas para llegar hasta Bolivia y desde ahí a su querida Argentina: «Hasta los sabores y olores de tu lugar se extrañan», expresa.

Si hubiera que enumerar todas las cosas que Mariano vivió o lugares que visitó en estos años de viaje, sería imposible. Cambió. Cambió muchísimo, pero ganó en sentimientos, valores y experiencias. También perdió. Perdió el miedo a cosas nuevas y aprendió a tocar un instrumento y a escribir como los poetas. «Uno cambia porque lo necesita, no por el viaje, el viaje es el medio», cierra.

Sin dudas, a Mariano todavía le queda enfrentar el semáforo más largo hasta llegar a casa, pero cuando menos se lo espere, va a estar tomando unos amargos en el Patito Sirirí, frente al río Paraná, planeando su próxima jugada para que sea un home run.

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