TEXTO ALEJO MAYOR
FOTOGRAFÍAS FOTOS DE JUANELE
«Permitir que cien flores florezcan y que cien escuelas de pensamiento compitan es la política de promover el progreso en las artes y de las ciencias y de una cultura socialista floreciente en nuestra tierra».
Mao Tse Tung en la Conferencia Suprema del Estado 2 de mayo de 1956.
«Sí, estamos todos cansados, y nos olvidamos demasiado del oro de otoño. Acaso la revolución consista en lo que el hombre por siglos ha estado postergando: la necesidad del verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen, día a día, las florcitas salvajes».
Juan L. dialogando con Zito Lema en su casa de Paraná 1976.
Un año después de que Mao convoque a que florezcan cien flores, Juanele arribó a esa República Popular de China, esa China revolucionaria que «entró por las calles de la historia (…) con las armas de las flores». El poeta entrerriano lo hizo como miembro de una comitiva de intelectuales y artistas financiada por el Partido Comunista, en un viaje que incluyó otros países del bloque socialista como Checoslovaquia y la Unión Soviética, con motivo de los cuarenta años de la revolución de octubre. De su paso por la patria de los soviets, donde presenció suntuosos desfiles militares conmemorativos, dejó constancia en una poesía dedicada a Leningrado, punto cardinal clave de su intuición política, y cuyo río Neva, sus nieblas, integran la topografía fluvial del universo poético juaneleano.
Un año después de aquel viaje escribió a su amigo Chi que «No he hecho otra cosa, podría decirse, que ocuparme de China». El surco chino en la sensibilidad de Juan fue profundo: es Pekín y no otra la ciudad que hace aparecer en la primera estrofa de su largo poema Entre Ríos. Ni más ni menos. El sauce, su alma y el arte de decir sin decir. Entre Ríos es la permanencia, lo eterno, el junco; China lo transitorio, el instante, la corriente. El uno se revela en el otro, como el reflejo en un espejo de agua.
Atravesado por el Gualeguay al YangTsé
El Gualeguay, probablemente el río más entrerriano de todos, atraviesa la provincia por el centro, como una columna vertebral, flanqueado por sus características barrancas, pobladas de espinillos, centinelas testigos de su fluir cansino. En un puerto recostado sobre el margen derecho de dicho efluvio, apenas un caserío denominado Puerto Ruiz (a menos de diez kilómetros de la ciudad de Gualeguay), nació Juan Laurentino Ortiz. Era la trasnoche del siglo XIX.
Luego de alguna juvenil simpatía con el radicalismo levantisco e insurreccional previo a la reforma electoral de la ley Sáenz Peña (“ese movimiento anti oligárquico me interesó muchísimo”) y de adherir a la pueblada radical de 1912, en sus años de bohemia en Buenos Aires convivió y congenió en tugurios y arrabales con anarquistas, con cuyas ideas no tardó en simpatizar y abrazar. Fueron aquellos incendiarios personajes habitantes de los márgenes, portadores del ideario ácrata, los primeros que arrojaron la plomada que desde la superficie local lo acercaron al profundo lecho de lo universal.
De vuelta en los pagos gualeyos, enlazó vínculos profundos y duraderos que se plegaron en lo amistoso, lo político y lo literario con Amaro Villanueva, Emma Barrandeguy, Salvadora Medina Onrubia, Juan José Manauta, todos escritores y escritoras nacidos en Gualeguay y pertenecientes al amplio espectro de las izquierdas y el librepensamiento.
La revolución socialista en Rusia en 1917 conmovió hondamente la sensibilidad del pueblerino Juanele, quién ese mismo año fundó el grupo “Amigos de la Revolución Soviética” junto a Emma Barrandeguy y el mítico librero Ernesto Hartkopf (dueño de la primera librería de Gualeguay). Todavía se consideraba anarquista, alejado ya definitivamente del patriotismo que apenas había representado «un sarpullido cuando el centenario». Al respecto, se sinceró con elocuencia sobre su despertar político: «yo un poco, como en pantuflas, había corrido las cortinas del mundo».
Posteriormente, las simpatías con el grupo literario de Boedo y los poetas sociales como Álvaro Yunque, Cesar Tiempo y Raúl González Tuñón, que editaban la revista Claridad, lo llevan a conformar, nuevamente junto a Emma Barrandeguy y la colaboración de Carlos Mastronardi, una agrupación también llamada Claridad, suerte de filial local de aquella. Al igual que «los de Boedo», toman el nombre del grupo francés Clarté, que dirigía el escritor comunista Henri Barbusse. Se trata de los reflejos locales de ese maridaje entre vanguardias estéticas y políticas tan caro al período de entreguerras.
Para este entonces, Juanele ya orbitaba bajo la influencia de la fuerza gravitatoria del comunismo oficial. El Partido Comunista local, cuyo secretario general era un oscuro personaje de origen italiano llamado Vittorio Codovilla, se encontraba rígidamente alineado con el buró político de la Unión Soviética como el resto de los PC del mundo. A partir del VII Congreso de la Internacional Comunista de 1935, se bajó la línea de la conformación de «frentes populares» antifascistas ante el avance de nazismo y el falangismo español, que se sumaban al fascismo italiano que ya había marchado sobre Roma la década anterior. Esta política tuvo su expresión en los alineamientos del campo cultural.
Fueron los años en los que la tranquilidad pueblerina gualeya se vio perturbada por la campaña anticomunista que emprendió el párroco local José María Quinodóz desde el pasquín El eco parroquial contra Juan L. y Mastronardi en ocasión de las elecciones para renovar la comisión directiva de la Sociedad de Fomento (la actualmente llamada Biblioteca Carlos Mastronardi).
En este contexto político internacional se situó la colaboración con la revista Nueva Gaceta (1941-1943), publicación antifascista y antimperialista impulsada por la Agrupación de intelectuales, artistas, periodistas y escritores (AIAPE). La AIAPE, fundada en 1935, se encontraba inspirada en el modelo del Comité de Vigilance des intellectuels antifascistes de París. Según consigna el investigador Ricardo Pasolini, al año de funcionar ya tenía cerca de dos mil socios y múltiples filiales que incluían las ciudades entrerrianas de Paraná, Rosario del Tala y Crespo. En ella escribieron Héctor Agosti, Rodolfo Puiggrós (éstos dos sus primeros directores respectivamente), Álvaro Yunque, Roberto Arlt, Bernardo Kordon, Amaro Villanueva, entre otros. Colaboró asimismo con la segunda versión de la Nueva Gaceta (cuatro números en 1949), esta vez dirigida por Héctor Agosti (el intelectual orgánico del PC que fue uno de los pioneros en la recepción del pensamiento de Gramsci en estas latitudes), Enrique Policastro y Roger Plá. Para Agosti, quien le dedica a un capítulo de su Defensa del realismo, el paisaje era para Juanele un estado del alma. Y vio en esa integración del paisaje al lenguaje poético una manera de afirmación de la voz nacional, a la vez, que destaca como uno de los «defectos capitales de nuestra lírica moderna la desoladora evasión del paisaje argentino».
Este lenguaje poético, tan ajeno al claustrofóbico corsé estético del «realismo socialista» oficial soviético, marida con su particular concepción del comunismo. El comunismo en Ortiz se vincula con la felicidad y ésta con la armonía del ser humano con su paisaje, con todo lo que lo rodea. Dicha forma de concebir al comunismo como hermandad de todos los seres con la naturaleza, con todas las vidas que se consumen de espera, lo emparenta con las reflexiones vertidas por el joven Karl Marx en sus cuadernos manuscritos durante su exilio parisino en 1844. Allí el filósofo de Treveris sostenía que el comunismo sería la «verdadera solución del conflicto que el hombre sostiene con la naturaleza y el propio hombre (…) es la unidad esencial plena del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo consumado del hombre y el humanismo consumado de la naturaleza». Un comunismo donde «podamos mirar y tocar sin pudor las flores, sí, todas las flores y seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada, para que las cosas no sean mercancías, y se abra como una flor toda la nobleza del hombre».
El junco y la corriente
La conexión con China del poeta entrerriano quedó plasmada en su obra El junco y la corriente, parte integrante de En el aura del sauce, su obra reunida en vida. El paisaje y la forma que en él se revela la naturaleza, impregna sus escritos. Si a Juanele «lo atravesaba un río», a China lo atravesaban cerca de 50.000. El Yan Tsé, «el río largo», fue el que caló más hondo en el testimonio poético del gualeyo («llueve sobre mi corazón y llueve sobre el Yan Tsé»). Es este el que vertebra el mapa de China que garabateó en su cuaderno, indicando su recorrido con Pekín (hoy Beijing) como vértice superior. Y también el que se reitera con persistencia en tres títulos de sus doce poemas «chinos».
Había algo que lo unía, además del comunismo, al líder de aquella elefantiásica revolución, Mao Tse Tung (nacido apenas tres años antes que Juanele en un distrito rural de la provincia de Hunan), y era precisamente la poesía. Juanele incluso tradujo del chino una poesía de Mao, titulada La nieve (además de otras dos del poeta contemporáneo Emi Siao). Mao, en una carta a Ke-chia, fechada en enero del ‘57, mencionaba unos dieciocho poemas suyos, destinados a ser publicados en la revista titulada, sin eufemismos ni metáforas, sencillamente Poesía. Allí, amén de aclarar que «no valen gran cosa como poesía y no tienen nada de notable», enfatizaba en el «estilo antiguo» en el que estaban escritos. La preocupación de Mao por el estilo «antiguo» o clásico de sus poesías, venía de la mano del temor que las mismas impulsaran una «tendencia errónea que ejerciera una mala influencia en la juventud», a la vez que recomendaba que la poesía sea escrita en «estilo moderno». Esta preocupación de «el Gran Timonel» por lo nuevo y lo antiguo, se enmarcaba en la campaña «Que florezcan cien flores y se abran cien escuelas» en pos de fomentar el florecimiento de la cultura socialista en China. A diferencia de la política cultural soviética, recomendaba que en el arte compitan libremente distintas formas y estilos, así como distintas escuelas de pensamiento en la ciencia; en lugar de la imposición forzada de un estilo por vías administrativas y la prohibición del resto. Sin embargo, le preocupaba el conservadurismo de una China campesina, amurallada por milenios, que se había abierto forzosamente a la influencia comercial occidental con el fuego de los cañonazos británicos en las guerras del opio a mediados del siglo XIX. Para Mao, la gente no consideraba a menudo, en un primer momento, «lo justo y lo bueno como flor flagrante sino, por el contrario, como hierba venenosa». Meses después de estas palabras arribó Juanele como un pimpollo al otoño chino.
El 24 de septiembre de ese año partió con destino a China, buscando las flores. Ellas y los ríos, omnipresentes en sus palabras. En el poema Luna de Pekín florecen lotos y jazmines y se descubren pétalos y corolas en un destino que se deshoja. Crisantemos y silvestres «florecillas de otoño» también se abren en el vergel de la China poetizada por Juanele. La «estrella de crisantemo, llamando/ a todas las flores/ para hacer el cielo, aquí, también» (en Cuando digo China).
Llegó al país el 29 de septiembre, proveniente de Ulán Bator, la capital de Mongolia. Enseguida se hospedó en el hotel Chieng-Men y comió con una tal Señora Wong, con quien compartiría varias comidas y reuniones en sus primeros días. El itinerario de su periplo de dos meses quedó asentado de puño y letra (por momentos ilegible) en un block de hojas de la aerolínea de cincuenta páginas, soporte físico de su «diario de viaje» (más bien una bitácora de una apretada agenda). Allí aparecen nombres anotados en los márgenes, algunos versos de sus poemas escritos en esos días, amén del registro cuasi telegráfico de sus actividades diarias.
En China vio películas locales contemporáneas. Al menos tres, todas durante el mes de octubre. La jugadora de básquet nº 5, de Ji Xin, la primera película sobre deportes a color realizada luego de la revolución, estrenada en ese mismo 1957. Las otras dos, proyectadas en hoteles: La chica del pelo blanco (Bai Mao Un, 1950) y Sacrificio de Año Nuevo (Sang Hu, 1956). También asistió a conciertos musicales y obras de teatro.
Costumbres locales como las sombras chinescas, los fuegos artificiales, muñecos o danzas típicas poblaron la intensa experiencia de un Juan L. deseoso de empaparse de la cultura milenaria del gigante de oriente, además de las novedades.
Además de Pekín, Juanele visitó la caótica y portuaria Shanghai (donde probó la comida callejera en la tradicional y concurrida calle (donde conoció una casa de flores artificiales) y Chun-King. Todas estas dejaron su huella en sus poemas chinos.
Su acercamiento a China fue más poético que político. Si cabe la escisión algo arbitraria entre ambas dimensiones del crisol juaneleano.
Esta aproximación de Juanele a China le costó su aislamiento con respecto al PC alineado con la URSS, a medida que crecían las hostilidades entre ambos países y la consecuente división del campo comunista internacional entre un bloque pro ruso y otro pro chino.
En los años subsiguientes distintos intelectuales y escritores argentinos visitaron China, atraídos por la fascinación de aquella novedosa y particular experiencia revolucionaria que parecía renovar los vientos de una Unión Soviética que ya mostraba evidentes signos de esclerosis burocrática. Entre ellos se encuentran Bernardo Kordon, Carlos Astrada, Juan José Sebreli, Andrés Rivera, José Luis Mangieri y Elías Semán, por nombrar algunos.
El 1 de junio de 1966, desde la cúspide del Partido Comunista Chino se dio inicio la Revolución Cultural Proletaria China, cuyo motivo oficial fue el de enfrentar tendencias «revisionistas» del marxismo en todos los ámbitos de la sociedad y dar nuevo impulso al proceso revolucionario. Centenas de millones de obreros, campesinos, estudiantes, mujeres y hombres, movilizados. Los dazibaos, carteles gigantes (tipo mural) que denunciaban actitudes autoritarias, «anti-marxistas» y dignas de reprobación de parte dirigentes del partido, profesores o jefes, poblaron las paredes de fábricas, calles y universidades, como un preanuncio de los futuros «escraches». Se ha dicho, escrito y filmado mucho sobre la política anti cultura occidental (tachada de burguesa y decadente, expresión de un mundo que muere) y anti intelectual en general de los guardias rojos movilizados, en un movimiento que pareció contradecir al de las cien flores de la década anterior. Otro cantar, otras derivas.
La intemperie sin fin
La revista Los Libros (1966-1976), publicación emblemática de la llamada Nueva Izquierda en el plano cultural, ligada a partidos maoístas como el Partido Comunista Revolucionario y Vanguardia Comunista, promovió la recuperación de su obra. Sin embargo, la experiencia profunda de China en Juanele y sus evidentes simpatías nunca germinaron en algún vínculo orgánico conocido entre el poeta y las organizaciones políticas que se posicionaron política e ideológicamente alineadas con el pensamiento de Mao.
Su compromiso con el comunismo le costó la quema total de sus obras (editadas por la Biblioteca Vigil en 1971) por la última dictadura en 1976 (recién fueron reeditadas en 1997). Aun así, el hilo rojo de la historia continuó enhebrándose: un gran lector de Juanele, el escritor Haroldo Conti, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores, adoptó en su honor «Ortiz» como nombre de guerra.
La película dirigida por Juan José Gorasurreta, titulada La intemperie sin fin, documentó con notable sutileza poética un día en la intimidad cotidiana del octagenario Juanele en su casa del Parque Urquiza, frente al Paraná, en octubre de 1977. Allí se lo ve fumando en pipa y en esas largas boquillas que, con su fisonomía extremadamente delgada y ojos rasgados, lo asemejan a un chino fumando opio. Tomando mate. Charlando con Gerarda, su esposa. Hablando con sus gatos y perros, diciéndoles cosas lindas. Contó el director santafesino en una reciente proyección del film de la preocupación y el gusto del viejo Juanele por «lo nuevo», en todas las expresiones del arte, incluso la música, destacando, por ejemplo, el aprecio del poeta por la banda de rock progresivo británica King Crimson (se escucha Islands de fondo en algún momento del documental). Algunos meses después sobrevendría el descanso definitivo de Juanele y el tiempo de ver crecer las flores desde abajo.
Si te interesa lo que hacemos, podés suscribirte a la revista o convidarnos un matecito