Sobre Siesta, de Raquel Minetti. Paraná, Parientes Editora, 2016
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TEXTO KEVIN JONES
FOTOGRAFÍAS TOMADAS POR PEDRO SOSA PARA LA EDICIÓN
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Hay sitios donde los hijos y las madres somos pocos. En un pueblo, por ejemplo. En el mío no era muy difícil que a las docentes les tocase dar clases a sus hijos. Cuando sucedía, se rumoreaba que pedían cambiar de grado. Incluso en muchas ocasiones ellas mismas lo indicaban, como confesión de parte. Otras, más precavidas, los enviaban a otra escuela, confiando así en extirpar de cuajo cualquier chisme sobre favoritismos futuros. Y aún así, había veces en que sucedía. Por obra de alguna suplencia, o porque una docente no había querido esquivarle al bulto, terminaban conviviendo, también, en el aula.
El asunto es un enigma. ¿Cuál será la forma más auténtica de actuar en casos de este tipo? ¿Huir o hacerse cargo de la situación? Esto último terminaba resultando, siempre, poco creíble. Los resultados eran de una impostura tal que se terminaba estallando en un reto exagerado hacia el niño en cuestión. No sé cuál es la forma más auténtica de actuar en un caso así. Si bien las madres son las mejores actrices del mundo, un papel semejante a desarrollar durante todo un año lectivo es demasiado para cualquiera.
La lectura de Siesta, de Raquel Minetti, sin embargo, parece abonar al misterio. Se trata de una obra doble. La autora viajó a la casa de su infancia un día antes de concretar su venta. Durante esa visita final, realizó una performance que se registró mediante fotografías. A ese primer acercamiento se suma la escritura de un texto que en algunos momentos parece contemporáneo al acto performático, y en otros toma distancia del mismo. Sin embargo, lejos de ser un registro escrito de la obra realizada, Siesta se constituye como un texto pedagógico donde la figura materna cumple al mismo tiempo otro tipo de performance, la de la enseñanza.
En su modo de ser, el texto lleva la firma de los fanzines, libros y extraños objetos creados por Parientes Editora. Va y viene entre las formas, del párrafo al verso, acompañado por la fotografía. No sólo se pueden leer letras alrededor de las tomas en blanco y negro que pueblan los interiores, sino que también las leemos en la portada: título y autoría impresos sobre el campo santafesino. Esa es quizás una de las tantas marcas que estas ediciones nos vienen indicando. Me refiero a la insistencia en escribir sobre, alrededor de, algunas imágenes. Una búsqueda que han desarrollado Lucas Mercado y Julia Acosta —editores paranaenses a cargo del sello— en una cierta soledad durante estos años, pero con la constancia propia de aquello que nos interroga y convoca personalmente.
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Otra dato característico de sus producciones quizás sea el extrañamiento que nos suelen provocar. Siesta no escapa a esa marca y también aparece, entre lo que se está editando, circulando y tal vez leyendo en nuestra ciudad como un objeto extraño. El libro se desfamiliariza en tanto resulta difícil poder conectarlo con otros textos o imágenes. Se celebra, entonces, el movimiento que nos provoca dentro de nuestra propia, y poco interesante a veces, siesta.
En Siesta, la historia relata una sucesión de duelos pasados que van actualizándose en la despedida de una casa pronta a abandonarse, una vez más y para siempre. Revisando los modos en que ese tipo de historias fueron narradas en nuestras tierras, tal vez resulte clave recordar cómo el cuento de la casa había sido elaborado por Juan Manuel Alfaro en una de las narraciones de La dama con el unicornio (Editorial de Entre Ríos, 1998). En «El regreso», el espacio de la casa se configura como un sitio de pura palabra, pura imaginación: «Todos estamos pendientes de que alguien diga “la casa”, o cualquier otra cosa: “el molino”, “el galpón”, “el tajamar”, “las parvas”, “los maizales”. Todos estamos pendientes de que alguien diga algo que quiera decir “la casa”. Entonces, el tema del regreso vuelve».
Algo que quiera decir «la casa». Estas escrituras, puestas en serie, nos hablan de esos intentos, intermitentes como el deseo, de decir algo que quiera decir «la casa». La casa vuelta libro, esta vez, por la mediación de los editores.
Como se espera de la sucesión de recuerdos que va hilando el relato de Alfaro, tal regreso nunca sucede. En cierto modo, Siesta, que se escribe luego de haber vuelto varias veces a esa casa, nos expone a un más allá del regreso: «He regresado periódicamente a mi casa de Elisa, ubicada a 120 km de la ciudad de Santa Fe, en el medio del campo. Necesitaba volver a cobijarme bajo su techo, escuchar el ruido del molino […]».
La pregunta sería qué sucede cuando se regresa finalmente, qué se va a hacer a una casa cuando se la abandona. De nuevo se trata de contar un duelo, que fluye debajo de los demás. Dentro de esas narraciones superpuestas, el aprendizaje encontrará su sitio para la ganancia y tratará de decirnos algo de los motivos del regreso.
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Sería bueno, entonces, mirar las escenas de aprendizaje que Siesta nos propone. Escenas múltiples de la que nos interesa, en especial, una. Originaria en la serie de los aprendizajes, involucra a madre e hija en tiempo pasado. En esa escena vemos, a través de la mirada infantil, a una madre escribir poemas, copiados de libros o revistas. «Con una cuidadosa y bonita caligrafía transcribía los textos a un cuaderno Rivadavia y al final dibujaba una imagen alusiva.» Es decir, vemos a una madre que —mirada por su hija— se sienta a hacer la tarea. Esta pose doblemente infantil de la madre se nos presenta como un modo de aprender: «Cada tanto interrumpía su trabajo y me hablaba sobre la vida, sobre los hombres, sobre las mujeres […]. Sin saber que juntas nos estábamos preparando para mi vida y para su muerte».
La madre enseña a su hija volviéndose niña. La infancia es descubierta como el sitio desde el cual enunciar aquellas enseñanzas difíciles de la maternidad. Esa fantasía, esa intervención, es la que la obra actualiza. En las fotografías vemos a Raquel, a una madre, cumplir tareas infantiles: rellenar círculos con tiza escribiendo «Mi papá», «Mi mamá». Posarse en ellos como si estuviese en el recreo. Dibujar su forma humana como en un juego de la hora de Educación Física. Caminar hasta el comienzo de un molino como quien se aleja ni bien suena la campana para retardar el momento de entrar al aula.
La escritura de aquella experiencia también cumple con la misma idea. El poema «Un sueño» podría leerse como la respuesta a una consigna escrita en el cuaderno Rivadavia:
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el molino – un sonido
caminar hasta él – un tiempo
el sol entrando – una hora
la espalda de mi padre – una imagen
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La perfomance de la que Siesta es una continuidad, o su archivo, nos es explicada hacia el final del texto, al modo de un cuento que se cuenta al revés. («¿Alguna vez miraste el mundo con las piernas enganchadas en la rama de un árbol y la cabeza volteada hacia abajo?», es, justamente, la primer oración de Siesta.) La autora nos cuenta entonces, en el tono intimista que la edición de este libro ha logrado por su uso del espacio, las letras y las fotos: «Fue necesario volver al lugar donde nacía hace 53 años, volver el último día. Mi casa mañana tendrá otro dueño. Me despido en un ritual íntimo, performático, registrado por Pedro, el tercero de mis hijos, de 12 años. Yo tenía esa edad cuando murió mi madre. Cuatro años después fui a la ciudad, donde aún vivo, para recrear el mundo, para habitar los extremos.»
La tensión de la historia logra resolverse en esas últimas páginas, al mismo tiempo que nos enteramos, conmovidos, que aquel Pedro Sosa que firma las fotos en las primeras hojas es, como nosotros, un hijo. Así es posible entender, en parte, a qué se vuelve a una casa. Entendemos también, hacia atrás, por qué les costaba tanto a aquellas mujeres de pueblo actuar de docentes. No se trata de que una madre no pueda enseñar a su hijo. Se trata, en cambio, de entender que ya lo hace, en un aula llamada casa que se une indisolublemente con los aprendizajes de los que deviene escenario. El espacio doméstico donde se ha aprendido en la infancia se vuelve un aula única e irrepetible a donde ir desesperadamente, antes de que sea tarde, para enseñar algo.
Los aprendizajes que más importan son aquellos de los que no podemos dar cuenta al momento de recibirlos. Esa situación paradójica que Philip Jackson expuso en Enseñanzas implícitas (1995) es la que se logra aprehender a través de la escritura y la perfomance. Esta mujer parece haber sabido algo más que las mujeres de mi pueblo al momento de tener que dictar la clase frente a sus hijos. Si en las mujeres de mi pueblo la pose elaborada entre madre y docente impedía que ese acontecimiento tuviese lugar, acá, en Siesta, es distinto. La niña que no sabía estar aprendiendo de ese modo se expone ahora ante su hijo sabiendo que está enseñando.
Raquel es docente dentro del Instituto Superior de Artes Visuales de Paraná, donde dicta la cátedra Talleres de Investigación y Producción en Artes Visuales IV. Profesora, prepara y ejecuta una clase (esa perfomance también irrepetible) a su hijo y este la registra. Un hijo que a diferencia de nosotros tendrá las fotos, bajo su mirada, de las escenas de enseñanza. Para volver a ellas como un espacio, como un campo, y repetirse: «Mi tierra. Mi casa».
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Cuantos recuerdos vienen a mi mente Raquel, al ver las fotos de tu casa!! Época imborrable de la adolescencia, donde compartiamos caminatas,
risas, charlas, comidas, salidas, etc. Agradezco a la vida compartir esa etapa juntas! te adoro amiga!!!
Emocionada, leo el texto de Kevin, profundo, inteligente, sincero. Redescubro una vez más, y desde otra mirada la sensibilidad,
el talento y la luz con la que la artista Raquel Minetti ilumina todo lo que toca.